3. CAPITULO IV
del tomo 6
Este es, señor de Voltaire —le dije— el momento más hermoso de mi vida. Hace veinte años
que soy su discípulo, y me siento feliz por lo que significa ver a mi maestro.
—Caballero, hónreme aun durante veinte años y prométame traer, al cabo de ellos, mis
honorarios.
—Con mucho gusto, con tal de que me prometa esperarme.
Esta salida, de su escuela, hizo soltar la risa a todos los concurrentes; esto era lo que
correspondía, porque los burlones se han hecho para burlarse de unos a costa de otros; y el que los
tiene de su parte está siempre seguro de ganar. Esta es la cábala de la buena sociedad.
Además, no me sentí sorprendido; me esperaba alguna cosa así y me cobré mi revancha.
En aquel momento vinieron a presentarle dos ingleses recientemente llegados. "¿Estos señores
son ingleses?, dijo Voltaire, bien quisiera serlo yo". Encontré el cumplimiento falso y fuera de
lugar, porque era obligar a aquellos señores a que, por cortesía, le dijeran que ellos desearían ser
franceses, y si no tenían ganas de mentir se sentirían muy confusos para decir la verdad. Yo creo
que, en caso de elección, es lícito al hombre de honor poner a su nación en el primer lugar.
Un momento después, Voltaire me dirigió de nuevo la palabra, diciéndome que, puesto que yo
era veneciano, debía conocer al conde Algarotti.
—Lo conozco, no como veneciano, porque las siete octavas partes de mis compatriotas ignoran
que tal conde exista.
—Yo debía haber dicho como literato.
—Lo conozco por haber pasado con él dos meses en Padua, hace ya siete años, y lo que llamó
mi atención fue la admiración que tenía por el señor Voltaire.
—Esto es halagüeño para mí, pero no hay necesidad de ser admirador de nadie para merecer la
estimación de todos.
—Si no hubiera empezado por admirar, Algarotti jamás hubiera alcanzado la condición de
pedagogo. Admirador de Newton, ha conseguido que las señoras hablen de la luz.
—¿Lo ha logrado?
—No tan bien como el señor de Fontenelle en su Pluralidad de mundos; pero a pesar de esto se
puede decir que lo ha conseguido.
—Es verdad. Si le ve en Bolonia, le ruego le diga que espero sus cartas sobre Rusia. Puede
dirigírmelas a Milán, a casa de mi banquero Bianchi, quien me las enviará.
—Si le veo, no dejaré de decírselo.
—Me ha dicho que los italianos no están contentos de su escritura.
—Lo creo; en todo lo que ha escrito, abundan los galicismos. Su estilo es lastimoso.
—¿Pero es que los giros franceses no hacen más hermosa esa lengua?
4. —La hacen irresistible como lo sería la francesa acribillada de palabras alemanas o italianas,
aun cuando fuera el señor de Voltaire quien la escribiese.
—Tiene razón; es preciso escribir con pureza cualquier lengua. Se ha criticado a Tito Livio
diciendo que su latín parecía paduano.
—Cuando yo empezaba a aprender esa lengua, el abate Lazzarini me dijo que prefería Tito
Livio a Salustio.
—¿El abate Lazzarini, autor de la tragedia Ulises el joven? Debía ser bien joven entonces, y yo
hubiera querido conocerlo. En cambio he conocido mucho al abate Conti, que había sido amigo de
Newton y cuyas tragedias recorren toda la historia romana.
—Yo también le he conocido y admirado. Yo era joven, pero me alegraba cuando era admitido
en la sociedad de estos grandes hombres. Me parece que es ayer, aunque hace ya bastantes años, y
ahora, ante usted, mi inferioridad no me humilla; yo quisiera ser el segundo de todo el género
humano.
—Sería sin duda más dichoso que siendo el primero. ¿Acaso puedo preguntarle cuál es su
literatura predilecta?
—Ninguna; pero esto vendrá quizá. Entretanto, leo cuanto puedo y me gratifico en estudiar al
hombre viajando.
—Este es el medio para conocerle; pero el libro es muy grande. Se llega más fácilmente a un
buen resultado leyendo la historia.
—Sí, si no mintiera. No se está seguro de los hechos, fatiga, y el estudio práctico del mundo
divierte. Horacio, que me sé de memoria, es mi itinerario y lo encuentro en todas partes.
—También Algarotti conoce a Horacio al dedillo. ¿Le gusta la poesía?
—Es mi pasión.
—¿Ha escrito muchos sonetos?
—Diez o doce, que acepto, y dos o tres mil que no he vuelto a leer.
—Italia tiene pasión por los sonetos.
—Sí, si se puede llamar pasión la inclinación a dar a un pensamiento una medida que pueda
hacerle resaltar. El soneto es difícil, porque no es lícito alargar ni acortar la idea que ha de adaptarse
a los catorce versos.
—Este es el lecho de Procusto, y por eso es que tienen tan pocos buenos. En cuanto a nosotros,
no tenemos uno solo bueno, pero es defecto de la lengua.
—Es defecto del genio francés; porque se cree que un pensamiento dilatado ha de perder toda
su fuerza y todo su brillo.
—¿Y no comparte esa opinión?
—Perdón. No se trata más que de examinar el pensamiento. Una buena palabra, por ejemplo,
no basta a un soneto; esto es, en italiano como en francés, del dominio del epigrama.
—¿Cuál es el poeta italiano que prefiere?
5. —Ariosto; pero no puedo decir que prefiera a los otros porque es el único que me gusta.
—Sin embargo, conoce los otros.
—Creo haberlos leído todos, pero todos desmerecen ante Ariosto. Cuando hace quince años, leí
todo lo malo que de él usted dijo, pensé que se retractaría cuando lo hubiera leído.
—Le doy gracias por haber creído que no lo había leído. Lo había leído, pero yo era joven,
poseía superficialmente su lengua y con un criterio influido por italianos que adoraban al Tasso,
tuve la desdicha de publicar un juicio que creía el mío, mientras no era sino el de la prevención
irreflexiva de los que me habían influido. Adoro a Ariosto.
— ¡Ah! Señor Voltaire, respiro. Pero, por favor, deje de lado a la obra en que ha ridiculizado a
tan grande hombre.
—¿Para qué? Mis libros están todos excomulgados, pero le voy a dar una buena prueba de mi
cambio de parecer.
Quedé absorto. Aquel grande hombre se puso a recitar los dos más largos trozos de los cantos
treinta y cuatro y treinta y cinco, donde el divino poeta habla de la conversación de Astolfo con el
Apóstol San Juan, y lo hizo sin omitir un solo verso, sin cometer la menor falta contra la prosodia.
En seguida señaló las bellezas con toda la sagacidad que le era natural, y con toda la precisión de un
grande hombre. Hubiera sido injusto esperar nada mejor de los comentaristas más hábiles de la
Italia. Yo le escuchaba con toda la atención posible, respirando apenas, y deseando encontrarle un
error en un solo punto, pero perdí el tiempo. Me volví hacia donde estaba la gente exclamando que
estaba sorprendido, y que informaría a toda Italia de mi admiración. "Y yo, caballero, repuso
Voltaire, informaré a toda Europa de la reparación que debo al mayor genio que ha producido".
Insaciable de elogios, que por tantos títulos él merecía, Voltaire me dio al día siguiente la
traducción que había hecho del Ariosto que comienza por este verso:
Quindi avvien che tra principi e signori* [* Sucede luego que entre príncipes y señores.]
Al terminar el recitado, que le valió los aplausos de todos los asistentes, aunque algunos de
ellos no comprendiesen el italiano, la señora Denis, su sobrina, me preguntó si yo creía que el trozo
que su tío acababa de recitar era uno de los mejores del gran poeta.
—Divino, señora; pero no es el más hermoso.
—¿Lo han santificado? No lo sabía —dijo Voltaire.
A estas palabras, todo el mundo se echó a reir, excepto yo, que me quedé callado. Voltaire,
picado porque yo no me reía como los otros, me preguntó el motivo.
—¿Piensa —me dijo—, que es por un trozo más que humano por lo que se le ha dado el
calificativo de divino?
—Seguramente.
—¿Y cuál es ese trozo?
—Son las treinta y seis últimos versos del canto vigésimo tercero, en el que el poeta describe
cómo Rolando se volvió loco. Desde que el mundo existe, nadie ha sabido cómo se adquiere la
6. locura, si no es Ariosto, que lo estuvo a fines de su vida. Estos versos dan horror, señor Voltaire, y
estoy seguro de que lo han hecho temblar.
—Sí, los recuerdo; pintan espantoso el amor. Desearía volver a leerlos.
—¿No nos complacería recitándolos? —me dijo la señora Denis, dirigiendo a su tío una mirada
disimulada.
—Con mucho gusto, señora, si tiene la bondad de escucharme.
—¿Acaso se ha tomado el trabajo de aprenderlas de memoria? —me dijo Voltaire.
—Diga el placer, porque no me ha costado ningún trabajo. Desde la edad de dieciséis años no
he dejado pasar uno sin leer a Ariosto dos o tres veces: es mi pasión y quedó grabado en mi
memoria sin que yo me haya tomado el menor trabajo. Lo sé todo, a excepción de sus largas
genealogías y sus largas tiradas históricas, que cansan la imaginación pero no conmueven. Y
además de aquellos los versos de Horacio que están grabados en mi mente, a pesar de la
construcción algunas veces demasiado ligera de sus epístolas, que están muy lejos de las de
Boileau.
—Boileau es algunas veces muy lisonjero, señor Casanova; acepto a Horacio, que también hace
mis delicias; pero para Ariosto, cuarenta grandes cantos es demasiado.
—Son cincuenta y uno, señor Voltaire. El gran hombre quedó mudo, pero allí estaba la señora
Denis.
—Veamos, veamos —dijo ella— estas treinta y seis estancias que hacen estremecer, y que han
merecido a su autor el título de divino.
Comencé a recitarlas, con tono seguro, pero no declamándolas con la monotonía adoptada por
los italianos, y que los franceses nos reprochaban justificadamente. Los franceses serían los mejores
declamadores, si no se lo impidiera la rima, porque son, de todos los pueblos, los que más
justamente sienten lo que dicen. No tienen ni el tono apasionado y monótono de mis compatriotas,
ni el tono sentimental y exagerado de los alemanes, ni la manera fatigosa de los ingleses: dan a cada
período el sentido y la modulación de voz que más conviene a la naturaleza del sentimiento que
quieren expresar; pero la cadencia obligada les hace perder parte de estas ventajas. Yo dije los
bellos versos de Ariosto como una hermosa prosa cadenciosa que animaba con el sonido de la voz,
con el movimento de los ojos, y modulé mis entonaciones según el sentimiento que quería inspirar
en los otros. Se veía, se conocía el esfuerzo que hacía para contener mis lágrimas, que de todos los
ojos corrían pero cuando estuve en esta estrofa:
Poichè allargare il freno al dolor poute,
Che resta sola senz 'altrui rispetto,
Giü dagli occhi rigando per le gote.
Sparge un fiume di lacrime sul petto.
mis lágrimas escaparon con tanta abundancia que todos mis oyentes empezaron a lagrimear.
Voltaire y su sobrina se aproximaron, pero sus palabras no pudieron interrumpirme, porque
Rolando, para volverse loco, tenía necesidad de demostrar que estaba en el mismo lecho donde
poco antes Angélica se había encontrado en los brazos del demasiado feliz Medozo, y era preciso
7. que yo llegase al siguiente pasaje. A mi voz quejumbrosa y lúgubre hice suceder la del terror que
nace naturalmente del furor con que su fuerza le hizo cometer estragos semejantes a los que podría
ocasionar una horrible tempestad o un volcán acompañados de un terremoto.
Cuando acabé, recibí las felicitaciones de toda la reunión. Voltaire exclamó:
—Yo lo he dicho siempre; el secreto de hacer llorar es llorar uno mismo; pero son precisas
lágrimas verdaderas, y para derramarlas hace falta que el alma esté profundamente conmovida.
"Le doy las gracias —añadió abrazándome— y le prometo recitar mañana las mismas estrofas,
y llorar como usted”.
Lo cumplió.
—Es extraño —dijo la señora Denis— que Roma, tan intolerante, no haya puesto en el índice
el canto de Rolando.
—Bien lejos de esto —dijo Voltaire— León X ha tomado la delantera excomulgando a quien
quisiera condenarlo. Las dos grandes familias de Este y de Médicis estaban interesadas en
sostenerle. Sin esta protección es probable que el solo verso de la donación de Roma hecha por
Constantino a Silvestre, donde el poeta dice puzza forte, hubiera bastado para prohibir todo el
poema.
—Yo creo —dije— que el verso que más escándalo ha levantado, es aquel en que Ariosto duda
acerca de la resurrección del género humano, y el fin del mundo. Ariosto —añadí— hablando del
ermitaño que quería impedir a Rodomonte apoderarse de Isabel, viuda de Zerbino, pinta al africano
que, molestado por sus sermones, se apodera de él, y lo lanza tan lejos que va a estrellarse contra
una roca, de manera che al novissimo di forse fia desto. Este forse, que quizá el poeta no colocó allí
más que como una flor o una retórica, o como una cuña para completar el verso, hizo gritar mucho
y sin duda esto hubiera hecho reir, también mucho, al poeta, si le hubiera dado tiempo.
—Lástima, —dijo la señora Denis— que Ariosto no haya sido más sobrio en esas hipérboles.
—Calla, sobrina; están llenas de ingenio y de gracia. Son apenas lunares que el mejor gusto ha
derramado en toda la obra.
Hablamos después de mil cosas, en literatura, y por fin surgió el tema de La Escocesa, que
habíamos representado en Soleure, hecho que era conocido en Ginebra.
El señor de Voltaire me dijo que si quería representarla en su casa, escribiría al señor de
Chavigny para comprometer a mi Lindana a venir a ayudarme, y que él haría el papel de Monrose.
Me excusé diciendo que la señora de... estaba en Basilea, y que yo estaba obligado a partir al día
siguiente. A estas palabras, Voltaire puso el grito en el cielo y acabó por decirme que mi visita sería
insultante para él si no le hacía el sacrificio de quedarme por lo menos una semana entera.
—Señor —le dije— no he venido a Ginebra sino para tener el honor de verlo, ahora que ya he
tenido este honor no tengo nada más que hacer.
—¿Pero ha venido aquí para hablarme o para que yo le hable?
—Para hablarle sin duda, pero más aun para que me hable.
8. —Quédese, pues, tres días por lo menos; venga a comer en mi casa todos ellos, y nos
hablaremos. La invitación era tan halagüeña, que hubiera sido imposible rehusar. Acepté, pues, y en
seguida me retiré para escribir.
No hacía un cuarto de hora que estaba en mi casa, cuando un síndico de la ciudad, hombre
amable, a quien no nombraré, y a quien había visto en casa de Voltaire, vino a invitarme a cenar.
"He asistido, me dijo, a su conversación con el grande hombre, y no he abierto la boca, pero deseo
pasar una hora con usted". Por toda respuesta lo abracé, pidiéndole perdón por encontrarme vestido
de entre casa, y le dije que aceptaba con gusto que pasara conmigo toda la velada.
Aquel amable hombre pasó conmigo dos horas sin hablar un instante de literatura; pero no lo
necesitaba para agradarme, porque siendo discípulo de Epicuro y de Sócrates, se pasó el tiempo
contando historietas, hablando de toda clase de placeres que podían obtenerse en Ginebra. Antes de
dejarme, me pidió que cenara con él al día siguiente.
—Lo espero para que cene conmigo —le dije.
—Bien, pero no hable a nadie de ello.
Yo se lo prometí. A la mañana siguiente vino el joven Fox a verme con los dos ingleses que
habían estado en casa de Voltaire. Me propusieron una partida de cartas, acepté, y después de haber
perdido unos cincuenta luises, pagué, y nos fuimos a recorrer la ciudad hasta la hora de comer.
Encontramos en Las Delicias al duque de Villars, que acababa de llegar para consultar al doctor
Tronchin que, desde hacía diez años, le hacía vivir artificialmente.
Durante la comida permanecí silencioso, pero a los postres el señor de Voltaire, sabiendo que
yo no tenía motivos para estar contento del gobierno de Venecia, procuró que hablara sobre esto; yo
lo evité, porque traté de demostrar que no hay país en el mundo donde se pueda gozar de más
completa libertad. "Sí, me dijo él, con tal que se resigne uno al papel de mudo", y viendo que la
conversación no me gustaba, me tomó por el brazo y me llevó a su jardín, del que me dijo era el
arquitecto. La gran avenida conducía a una hermosa corriente de agua.
—Este es —me dijo— el Ródano, que yo envío a Francia.
—Es un envío que hace a poca costa.
Sonrió agradablemente, después me enseñó la hermosa calle de Ginebra y el Monte Blanco,
que es el pico más elevado de los Alpes.
Haciendo recaer después la conversación sobre la literatura italiana, comenzó a razonar con
ingenio y mucha erudición, pero terminaba siempre por un falso juicio. Yo le dejaba decir. Me
habló de Hornero, de Dante, de Petrarca, y todo el mundo sabe lo que él pensaba de estos grandes
genios; de hecho, se ha perjudicado escribiendo lo que pensaba. Me contenté con decirle que si
estos grandes hombres no merecían la consideración de todos los que los estudian, hace mucho que
habrían caído del pedestal donde la aprobación les ha colocado.
El duque de Villars y el famoso médico Tronchin vinieron a reunírsenos. El doctor, alto y
grueso, bien formado, apuesto, atento, elocuente sin ser hablador, físico, hombre de talento,
discípulo de Boerhaave, que le quería, no teniendo ni la jerga, ni el charlatanismo, ni la pretensión
de suficiencia de los de la facultad, me encantó. Su medicina estaba basada en el régimen y para
9. hacerlo tenía necesidad además de ser filósofo. Se me ha asegurado, aunque me cuesta trabajo
creerlo, que curó a un tuberculoso por medio de la leche de burras, a las que había sometido a
fuertes fricciones de mercurio dadas por cuatro peones de carga.
En cuanto a Villars, llamó también mi atención, pero de una manera opuesta a Tronchin. Al
examinar su cara y su aspecto, creí ver una mujer septuagenaria vestida de hombre, delgada,
descarnada y con pretensiones de haber sido hermosa en su juventud. Tenía las mejillas como
enyesadas, los labios retocados de carmín, las cejas teñidas de negro, los dientes postizos, una
enorme peluca de donde se desprendía un fuerte olor a ámbar y en el ojal un manojo de flores que le
subía hasta la barba. Se esforzaba en ser gracioso en sus gestos y hablaba con una voz tenue, que
muchas veces impedía entenderle. Por lo demás, era muy cortés, afable y amanerado según los
gustos del tiempo de la Regencia. Era, en todo, un ser soberanamente ridículo. Se me dijo que en su
juventud gustaba del bello sexo, pero que cuando ya no servía para nada, tomó el modesto partido
de hacerse mujer y mantenía cuatro hermosos barbilindos que por turno tenían el deplorable
encargo de dar calor durante la noche a su viejo esqueleto.
Villars era gobernador de Provenza, y tenía la espalda comida por un cáncer. Según la
naturaleza, debía haber sido enterrado hacía diez años pero, a fuerza de régimen, Tronchin lo hacía
vivir, alimentándolo con lonjas de ternera. Sin este alimento, el cáncer lo hubiera aniquilado. He
aquí lo que puede llamarse vivir artificialmente.
Acompañé a Voltaire a su cuarto, donde cambió de peluca y se puso otro gorro, porque siempre
llevaba uno para precaverse de los resfríos a que era muy propenso. Vi sobre una mesa la Summa de
Santo Tomás, y entre varios poetas italianos, la Secchia rapita de Tassoni.
— Este es —me dijo Voltaire— el único poema trágico-cómico que Italia posee. Tassoni fue
monje, gran talento y un sabio tanto como un poeta.
—En calidad de poeta, pase, pero no en calidad de sabio; porque burlándose del sistema de
Copérnico, dijo que siguiéndole no podría darse la teoría de las lunaciones ni la de los eclipses.
—¿Dónde ha dicho esa tontería?
—En sus discursos académicos.
—No los tengo, pero procuraré conseguirlos. Tomó una pluma para escribir una nota sobre esto
y me dijo:
—Pero Tassoni ha criticado al Petrarca con mucho ingenio.
—Sí, pero por ello ha deshonrado su gusto y su literatura, así como Muratori.
—Aquí están. Admita que su erudición es inmensa.
—Et ubi peccat*. [* Este es su pecado.]
Voltaire abrió una puerta y me dijo mostrándome un centenar de gruesos paquetes:
—Esta es mi correspondencia. Aquí hay aproximadamente cincuenta mil cartas a las que he
contestado.
—¿Tiene la copia de las respuestas?
—De una buena parte. Esto es trabajo de un muchacho que no tiene otra cosa que hacer.
10. —Conozco muchos libreros que darían mucho dinero por ser dueños de ese tesoro.
—Sí, pero evite los libreros cuando dé algo al público, si no ha empezado ya; son piratas más
terribles que los de Marruecos.
—No tendré tratos con ellos sino cuando sea viejo.
—Entonces serán la plaga de su vejez.
Ante esto le recité un verso macarrónico de Merlin Cocci.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Es un verso de un poema célebre en ochenta cantos.
—¿Célebre?
—Sí, y lo que es más, digno de serlo; pero para apreciarle es preciso conocer el dialecto de
Mantua.
—Yo lo entenderé si puede traérmelo.
—Tendré el honor de ofrecérselo mañana.
—Me obliga en extremo.
Vinieron a sacarnos de allí y pasamos, entre los demás invitados, dos horas en conversación.
Voltaire desplegó todos los recursos de su talento brillante y fértil y sedujo a todos, a pesar de sus
rasgos cáusticos, que no perdonaban ni aun a las personas presentes. Pero tenía un arte inimitable
para lanzar el sarcasmo sin herir. Cuando el gran hombre acompañaba sus palabras con una sonrisa
llena de gracia, jamás le faltaban las risas de los oyentes.
Tenía su casa dispuesta lo más noblemente posible, y en casa del poeta se hacían buenas
comidas, circunstancia muy rara entre sus colegas, que son raramente, como él, los favorecidos de
Plutón. Tenía entonces sesenta y seis años y ciento veinte mil libras de renta. Se ha dicho
maliciosamente que este gran hombre se había enriquecido engañando a sus libreros; la verdad es
que no ha sido, desde este punto de vista, más favorecido que el último de los autores y que lejos de
haber engañado a sus libreros, él ha sido muchas veces el engañado por ellos. Es preciso exceptuar
a los Cramer, cuya fortuna ha hecho. Voltaire había sabido enriquecerse por otro medio que su
pluma, y como avaro por reputación, ha dado muchas veces sus obras, con la única condición de ser
impresas y distribuidas. Durante el tiempo que pasé junto a él, fui testigo de una de estas
generosidades; regaló la Princesa de Babilonia, cuento encantador que escribió en tres días.
Al día siguiente me levanté inspirado y me puse a escribir al señor de Voltaire una carta en
versos libres, que me costó cuatro veces más trabajo que si la hubiera rimado. Se la envié con el
poema de Teófilo Falengue, pero hice mal, porque podía haber previsto que no gustaría el poema,
porque no puede apreciarse bien lo que no se comprende bien. Al mediodía me dirigí a casa de
Voltaire, que no estaba visible, aunque sí, la señora Denis. Tenía esta ingenio, y gusto, erudición sin
pretensión y mucho odio al rey de Prusia, a quien llamaba villano. Me dio noticias de nuestra amiga
común, mi bella ama de llaves, y me felicitó por haberla casado con un hombre honrado. Aunque
hoy día reconozco que tenía muchísima razón, yo estaba lejos entonces de compartir su opinión
porque la impresión era muy reciente y muy viva. La señora Denis me pidió le contara mi evasión
de los Plomos, pero como el relato era un poco largo, le prometí hacerlo en otra ocasión.
11. Voltaire no comió con nosotros; no apareció hasta las cinco y lo hizo con un libro en la mano.
—¿Conoce —me dijo— al marqués Albergati Capacelli, senador boloñés, y al conde Paradisi?
—No conozco a Paradisi, pero sí de vista a Albergati, que no es senador sino uno de los
cuarenta, y en Bolonia los cuarenta son cincuenta.
— ¡Misericordia! He aquí un enigma difícil de adivinar.
—¿Lo conoce usted?
—No pero me ha enviado el Teatro de Goldoni, salchi: chones de Bolonia, la traducción de mi
Tancredo, y vendrá a verme.
—No vendrá; no es bastante necio.
—¿Cómo necio? ¿Es necesario serlo para venir a verme?
—No; no por usted seguramente, pero por él, sin duda.
—¿Por qué?
—El sabe que perdería mucho, porque se deleita con la idea que parece tiene usted de él, y si
viniera, vería su nulidad, y adiós ilusión. Es un buen hombre que posee seis mil cequíes de renta y
tiene la manía del teatro. Es bastante buen actor, y ha escrito algunas comedias en prosa que no
resisten ni la lectura, ni la representación.
—Es esta una descripción, a fe mía, que no lo favorece.
—Puedo asegurarle que no lo rebajo.
—Pero, dígame, ¿cómo se explica eso de cuarenta y cincuenta?
De la misma manera que en Basilea es mediodía a las once.
—Comprendo, así como el Consejo de los Diez es de diecisiete.
—Precisamente; pero los malditos cuarenta de Bolonia son otra cosa.
—¿Y por qué son malditos?
—Porque no están sometidos al fisco, y por este privilegio cometen todos los crímenes que
quieren con completa impunidad; no pagan como si vivieran fuera del Estado pero viven allí a su
gusto y de su renta.
—Esto es una bendición y no una maldición; pero sigamos. ¿El marqués Albergati es sin duda
un literato?
—Escribe bien su lengua; pero se escucha, es prolijo y no encierra gran cosa su cabeza.
—¿Ha dicho que es actor?
—Y muy bueno, sobre todo en sus propias comedias, cuando hace el papel de enamorado.
—¿Es buen mozo?
—Sí, sobre la escena, pero no en otra parte, porque su cara no tiene expresión.
—¿Pero agradan sus obras?
—No a los conocedores, porque silbarían si se comprendieran.
12. —¿Y de Goldoni, qué me dice?
—Todo lo que puede decirse. Goldoni es el Molière de Italia.
—¿Por qué se titula poeta del duque de Parma?
—Sin duda para probar que un hombre de talento, a su lado, queda señalado como un necio;
probablemente el duque no lo sabe. También se titula abogado, aunque no lo sea más que en su
imaginación. Goldoni es un buen autor de comedias y nada más. Toda Venecia me conoce como
amigo suyo, y puedo hablar con conocimiento de causa. No brilla en sociedad, a pesar de que el
sarcasmo está presente tan finamente en sus escritos; es un hombre de un carácter extremadamente
dulce.
—Esto es lo que me han dicho. Es pobre y me han asegurado que quiere abandonar Venecia.
Esto disgustará a los empresarios de los teatros donde se presentan sus obras.
—Se ha hablado de asegurarle una pensión, pero el proyecto fracasó porque se ha creído que en
cuanto tuviera la pensión, dejaría en absoluto de escribir.
—Cuma rehusó una pensión a Homero, porque tuvo miedo de que todos los ciegos pidieran
otra.
Pasamos el día muy agradablemente y me dio gracias con efusión cordial por Macaronicon,
que me prometió leer. Me presentó un jesuíta que tenía a sueldo y que se llamaba Adán, añadiendo
después de su nombre: "Este no es Adán, el primero de los hombres". Me dijeron después que se
divertía en jugar con él al chaquete y que cuando perdía le tiraba a las narices los dados y el
cubilete. Si en todas partes se tratara a los jesuítas con tan poca consideración, se acabaría quizá por
no tener más que jesuítas inofensivos; pero estamos todavía lejos de ese tiempo feliz.
Como de costumbre, fui también al día siguiente a casa de Voltaire, pero aquel día me sentí
defraudado, porque se le ocurrió al grande hombre estar criticón, burlón y cáustico. Sabía que yo
debía marcharme al otro día. Empezó por decirme en la mesa que me daba las gracias por el regalo
que le había hecho de Merlin Cocci.
—Me lo ha ofrecido seguramente con buena intención —dijo— pero no le doy gracias por el
elogio que me ha hecho del poema; es usted el culpable de que haya perdido cuatro horas leyendo
simplezas.
Me sentí desagradado, pero me mantuve dueño de mí mismo y le respondí con calma que quizá
se vería obligado otra vez a hacer un elogio mejor que el mío. Le cité muchos ejemplos de lo
insuficiente que puede ser una primera lectura.
—Es verdad —dijo— pero en cuanto a su Merlin, lo abandono. Lo he puesto al lado de La
Doncella de Chapelain.
—Que agrada a todos los inteligentes, no obstante su mala versificación, porque es un buen
poema y Chapelain era poeta, aunque hacía malos versos. No puede discutirse su talento.
Mi franqueza debió chocarle y yo debía haberlo adivinado, puesto que me había dicho que
pondría el Macaronicon al lado de La Doncella. Yo sabía también que un poema indecente del
mismo nombre que corría por el mundo pasaba por ser suyo; pero sabía que él no aceptaba su
13. autoría y contaba por ello que disimularía el fastidio que debía causarle mi explicación. No fue así,
pues me replicó agriamente y yo hice lo mismo.
—Chapelain —le dije— ha tenido el mérito de hacer agradable su obra, sin solicitar la
adhesión de sus lectores por medio de cosas que hieran el pudor o la piedad. Este es el parecer de
mi maestro Crebillón.
— ¡Crebillón! Me cita un gran juez. Pero le ruego me diga cómo puede ser Crebillón su
maestro.
—Me ha enseñado, en menos de dos años, a hablar el francés, y para darle una prueba de mi
reconocimiento, he traducido el Rhadamista en versos alejandrinos italianos. Soy el primer italiano
que se haya atrevido a adaptar este metro a nuestra lengua.
—¿El primero? Le pido perdón, pero este honor pertenece a mi amigo Pietro Giacomo Martelli.
—Siento tener que decirle que está equivocado.
—¡Diantre!, tengo en mi cuarto sus obras impresas en Bolonia.
—No se lo discuto; no le discuto más que el metro empleado por Martelli. No puede haber
leído de él más que versos de catorce sílabas sin rimas. Sin embargo, yo pienso que ha creído,
neciamente, imitar a usted, sus alejandrinos, y su prefacio ha hecho reír. ¿No lo ha leído quizá?
—¿Que si no lo he leído? Tengo la manía de los prefacios. Martelli prueba que sus versos
hacen al oído italiano, el efecto que los alejandrinos hacen al nuestro.
—Y eso es precisamente lo que tienen de risible. El buen hombre se ha engañado y no quiero
otro juez que usted acerca de esta idea. Su verso masculino no tiene más que doce sílabas poéticas,
y el femenino, trece. Todos los versos de Martelli tienen catorce, excepto los que terminan por
vocal aguda, que al fin del verso vale siempre por dos. Observe que el primer hemistiquio de
Martelli es constantemente de siete silabas, mientras que en francés jamás es de más de seis. O su
amigo Pietro Giacomo era sordo, o tenía la oreja trabada.
—¿Luego usted sigue rigurosamente la teoría de nuestra versificación?
— Rigurosamente, a pesar de la dificultad; porque casi todas nuestras palabras acaban por una
breve.
—¿Y qué efecto produjo su innovación?
—No ha agradado, porque nadie ha sabido recitar mis versos, pero espero que esto se
modifique cuando los dé a conocer yo mismo en nuestros círculos literarios.
—¿Recuerda algún trozo del Rhadamista?
—Me acuerdo de todo él.
—Prodigiosa memoria; lo oiré con mucho gusto.
Me puse a decir la misma escena que había recitado a Crebillón diez años antes y me pareció
que Voltaire me escuchaba con placer. "No se echa de ver, me dijo, la menor dificultad". Era lo más
agradable que podía decirme. A su vez el gran hombre me recitó un trozo de su Tancredo que aún
no había publicado, creo, y que la continuación fue considerada justamente un modelo.
14. Hubiéramos acabado bien, si hubiésemos acabado allí, pero habiendo citado un verso de
Horacio para alabar una de sus piezas, me dijo que Horacio había sido un gran maestro en el teatro
y que había dado preceptos que jamás envejecerían. A lo cual yo respondí que él no violaba más
que uno solo, pero como grande hombre.
—¿Cuál?
—Usted no escribe contentos paucis lectoribus.
—Si Horacio hubiera tenido que combatir a la bestia de la superstición, habría, como yo,
escrito para todo el mundo.
—Me parece que podría ahorrarse el combatir lo que no lograría destruir.
—Lo que yo no pueda acabar, otros lo acabarán y siempre tendré el privilegio de haber
empezado.
—Está muy bien; pero, suponiendo que logre destruir la superstición, ¿con qué la reemplazará?
— ¡Pues me gusta! Cuando libero al género humano de una bestia feroz que lo devora, ¿se me
puede preguntar qué pondré en su lugar?
—No lo devora; es, por el contrario, necesaria a su existencia.
— ¡Necesaria a su existencia! Blasfemia horrible. Amo al género humano y quisiera verlo
como yo, libre y dichoso, y la superstición no sabría entonces combinarse con la libertad. ¿Dónde
ve que la servidumbre pueda hacer la dicha de un pueblo?
—¿Luego aspira a la soberanía del pueblo?
— ¡Dios me guarde! Es preciso un soberano para gobernar las masas.
—En ese caso, la superstición es necesaria, porque sin ella, el pueblo no obedecerá jamás a un
hombre revestido del nombre de monarca.
—Nada de monarca, porque esta palabra expresa el despotismo que odio como la servidumbre.
—¿Qué quiere, entonces? Si quiere que un hombre gobierne solo, no puedo considerarle más
que como monarca.
—Yo quiero que el soberano gobierne un pueblo libre, que sea jefe por medio de un pacto que
los ligue recíprocamente y que le impida convertirse en un gobernante arbitrario.
—Addison dice que este soberano, este jefe no es posible que exista. Estoy con Hobbes. Entre
dos males es preciso optar por el menor. Un pueblo sin superstición sería filósofo, y los filósofos no
quieren obedecer. El pueblo no puede ser feliz mientras no sea aplastado, y encadenado.
— ¡Esto es horrible, y usted es pueblo! Si me ha leído, ha de haber visto cómo demuestro que
la superstición es la enemiga de los reyes.
—¿Que si lo he leído? Leído y releído, sobre todo cuando no comparto su opinión. A usted lo
domina el amor a la humanidad. Et ubi pecas. Este amor lo ciega. Ame a la humanidad, pero tal
como es. No está en condiciones de recibir los beneficios que quiere prodigarle usted y que la harán
más desgraciada y más perversa. Deje que la bestia lo devore; esta bestia le es querida. Jamás ha
reído tanto como viendo a Don Quijote trabajosamente defenderse de los galeotes a quienes, por
grandeza de alma, acababa de dar libertad.
15. —Siento que tenga tan mala idea de sus semejantes. Pero, a propósito, dígame, ¿acaso son
libres en Venecia?
—Tanto como se puede serlo bajo un gobierno aristocrático. La libertad de que gozamos no es
tan grande como la que se goza en Inglaterra, pero estamos contentos.
—¿Y aun encerrados en los Plomos?
—Mi detención fue un acto de despotismo; pero como estaba convencido de que había abusado
conscientemente de la libertad, vi que el gobierno estaba justificado en encerrarme sin las
formalidades ordinarias.
—Sin embargo, se escapó.
—Usé de mi derecho como ellos habían usado del suyo.
—Admirable. Pero de esta manera nadie puede llamarse libre en Venecia.
—Puede ser; pero convengamos que para ser libre basta querer serlo.
—En esto es en lo que no convendré fácilmente. Usted y yo vemos la libertad desde un punto
de vista muy diferente. Los aristócratas, aun los miembros del gobierno, no son libres en aquel país;
porque, por ejemplo, no pueden ni viajar sin permiso.
—Es verdad, pero es una ley que se han impuesto voluntariamente para conservar su soberanía.
¿Diría que un berlinés no es libre porque está sometido a las leyes suntuarias, cuando es él mismo
quien las hizo?
—Pues bien; que hagan todos los pueblos sus leyes.
Después de esta réplica y sin transición ninguna, me preguntó de dónde venía.
—Vengo de Roche —le dije— No me hubiera perdonado estar en Suiza sin haber visto al
célebre Haller. En mis correrías me gusta acercarme a los sabios, mis contemporáneos.
—El señor Haller debe haberle agradado.
—He pasado en su casa tres de mis mejores días.
—Lo felicito. Es preciso inclinarse ante tan grande hombre.
—Comparto su opinión y me gusta oírle esta justicia; lo compadezco porque no es equitativo
para con usted.
—Es posible que los dos nos engañemos.
A esta respuesta, cuyo mérito estuvo en la prontitud, todos los asistentes se echaron a reir y
aplaudieron.
No se habló más de literatura y permanecí mudo hasta el momento en que Voltaire se retiró; yo
me aproximé a la señora Denis para preguntarle si tenía algún encargo que hacerme para Roma. Salí
después, contento por haber, como entonces tenía la simpleza de creerlo, enfrentado con bien a
aquel gran atleta. Desgraciadamente me quedó contra este gran hombre un mal humor que me
obligó, durante diez años seguidos, a criticar todo cuanto había salido de su inmortal pluma.
Hoy me arrepiento, aunque repasando aquellas acusaciones, veo que muchas veces estaban
justificadas. Debiera haberme callado, respetarlo y dudar de mis juicios. Debiera haber reflexionado
16. que sin sus ironías, que me hicieron odiarle al tercer día, lo hubiera encontrado sublime en todo.
Esta sola reflexión debiera haberme impuesto silencio; pero un hombre encolerizado cree tener
siempre razón. La posteridad que me lea me pondrá en el cuadro de los presumidos, y la
humildísima reparación que hoy hago a este grande hombre no será leída quizás. Si nos volvemos a
encontrar en los dominios de Plutón, librados quizá de lo que nuestra naturaleza ha tenido de
mordaza durante nuestro tránsito por la tierra, nos encontraremos muy amistosamente; recibirá mis
sinceras excusas y seremos, él mi amigo y yo su sincero admirador.
Pasé una parte de la noche y casi todo el día siguiente escribiendo mis conversaciones con
Voltaire; hice casi un volumen del que no publico aquí sino un breve resumen.
CAPITULO XX
del tomo 8
Una vez en Calais, dejé mi silla de posta en la posada del Brazo de Oro y alquilé un velero para
que estuviese a mis órdenes a la hora que yo quisiese. Sólo había uno libre y otro estaba destinado
al público, a seis francos por persona. Di seis guineas por adelantado, exigiendo recibo en forma; yo
sabía que en Calais empezaba el hombre a no tener razón cuantas veces le fuese imposible hacer
valer su derecho por escrito.
Antes de que bajase la marea, Clairmont hizo embarcar todo mi equipaje y encargué la cena.
Como los luises no circulaban en Inglaterra, cambié mi oro francés por guineas.
El chico Aranda, a quien devuelvo su nombre de Trenti, había tomado su decisión. Estaba
tranquilo, aunque satisfecho de haberme demostrado que era buen jinete. Acabábamos de sentarnos
a la mesa, cuando oí a mi puerta voces de palabras inglesas, y el posadero entró a informarme del
motivo de la discusión.
—Es el correo del duque de Bedford, embajador de Inglaterra, que anuncia a su amo y discute
con el patrón del buque. Pretende que lo había comprometido por escrito y dice que el otro no podía
disponer de su buque. El patrón sostiene que no ha recibido carta alguna y nadie puede hacerle decir
lo contrario.
Al amanecer del día siguiente, el posadero vino a decirme que el embajador había llegado
durante la noche y que su criado quería hablar conmigo.
Lo hice entrar y me explicó que su amo estaba apurado por volver a Londres y que yo le haría
un gran favor si le cedía el buque.
Le escribí estas líneas:
"El señor duque puede disponer de todo mi barco, a excepción del sitio que necesito para mí,
otras dos personas y mi pequeño equipaje. Aprovecho con gusto la ocasión de complacer al señor
embajador de Inglaterra".
El mensajero vino a darme las gracias de parte del duque, pero diciéndome que su amo no
podía aceptar sino pagando.
—Dígale que es imposible, porque ya está pagado.
—Le devolverá las seis guineas.
17. —Diga a su amo que puede disponer del buque, sin pagar, y no de otra manera; no vendo lo
que compro.
El duque se hizo anunciar media hora después, y me dijo con mucha dignidad que yo tenía
razón, pero que él también la tenía.
—Hay un medio de conciliario todo, me dijo: acéptelo.
—¿Qué medio?
—Pagaremos a medias.
—Los deseos que tengo de complacerlo me obligan a aceptar, milord; pero en tal caso yo voy a
serle deudor de la honra que Su Señoría quiere hacerme. Partiremos cuando guste.
Se fue presentándome su mano, y después hallé sobre mi cómoda tres guineas que había dejado
sin que yo lo advirtiera.
Una hora después le devolví la visita y mandé decir al patrón que embarcase al embajador y su
equipaje.
Sólo empleamos dos horas y media en la travesía de la Mancha.
Al desembarcar en Inglaterra, el extranjero necesita abastecerse de resignación. El registro de la
aduana fue minucioso, humillante, indiscreto, impertinente; mas como el duque embajador se
sometía a todo aquello, me fue preciso someterme también. De nada me hubiera servido resistir.
Nada es, en Inglaterra, como en el resto de Europa; hasta la tierra tiene un color distinto, y el agua
del Támesis tiene un gusto que no se halla en ningún otro río. Todo tiene ahí un carácter particular:
los pescados, el ganado vacuno, los caballos, los hombres y las mujeres, todo es típicamente inglés.
El carácter principal de aquellos altivos isleños es el orgullo nacional, que los hace sentirse muy por
encima de todos los demás pueblos.
Lo que desde luego llamó mi atención fue la limpieza general, la hermosura de la campiña y el
buen cultivo, la solidez de la comida, la buena conservación de las carretas y de los coches de posta,
la facilidad de los pagos, la rapidez del trote de los caballos de tiro, la construcción de las
poblaciones que se hallan entre Dover y Londres, como Canterbury y Rochester, ciudades muy
populosas, extraordinariamente largas y estrechas.
Llegamos a Londres al anochecer y fuimos a alojarnos en casa de la señora Cornelis, nombre
que había tomado Teresa, mujer del actor Imer y después del bailarín Pompeiati, que se había
matado en Viena, abriéndose el vientre con una navaja de afeitar.
Esta Pompeiati, que en Holanda había tomado el nombre de Trenti, llevaba en Londres el de
Cornelis Rigierboos, su amante, de quien he hablado en mis Memorias y a quien ella halló el modo
de arruinar.
La señora Cornelis habitaba en Soho-Square casi frente a la casa del residente de Venecia. Al
llegar a su casa, seguí la indicación que me había dado en su última carta. Dejé a su hijo en el
carruaje, y habiéndome hecho anunciar, creía que iba a volar a mi encuentro, pero un portero me
indicó que aguardara y dos minutos después un criado de gran librea vino a entregarme una nota en
la que la señora Cornelis me decía que fuera a instalarme en la casa a la que me conduciría el
criado. Disimulé mi fastidio hallando extraño aquel proceder, pero supuse que ella tendría sus
18. razones para obrar así. Cuando llegamos a la casa indicada, una señora gruesa llamada Rancour y
dos criados nos recibieron, o más bien recibieron a mi joven acompañante; la señora abrazó al
pequeño Cornelis, le felicitó por su llegada y aparentó no advertir que yo existiese en el mundo.
Hicieron subir nuestro equipaje, y habiéndose informado la señora Rancour de cuál pertenecía
a Cornelis, lo hizo colocar en una hermosa habitación compuesta de tres piezas, y le dijo a él,
enseñándole el cuarto y los dos criados:
—Estos dos criados y esta habitación son suyos, lo mismo que yo soy su humilde servidora.
En cuanto a mí, Clairmont vino a decirme que había colocado mi equipaje en un cuarto que
tenía la entrada por uno de los de Cornelis. Me dirigí allí y de una ojeada pude ver que era tratado
sin miramientos, como un pequeño subalterno. Mi cólera estaba a punto de estallar, pero, cosa ma-
ravillosa, supe reprimirme, y no dije palabra.
—¿Dónde está su cuarto? —dije a Clairmont.
—En el último piso, y debo compartirlo con uno de los dos criados que ha visto.
Aquel buen servidor, que me conocía, quedó muy sorprendido de la calma con que le dije:
—Lleve allí su equipaje.
—¿Deshago el suyo?
—No, ya veremos mañana.
Seguí disimulando y volví a entrar en el cuarto del muchacho que, sin duda, tomaban por mi
amo y que parecía un tonto: tan fatigado y sorprendido estaba. Escuchaba a la señora Rancour, que
le detallaba el magnífico estado en que se hallaba la señora Cornelis, su madre, sus empresas, su
inmenso crédito, la magnífica casa que había hecho construir, sus treinta y tres criados, sus dos
secretarios, sus seis caballos, su casa de campo, etcétera.
—¿Cómo se encuentra mi hermana Sofía? —dijo el pobre muchacho.
—¿Se llama Sofía? No se llama más que miss Cornelis. Es una hermosura, una maravilla. Toca
admirablemente varios instrumentos, baila bien, habla con la misma facilidad el inglés, el francés y
el italiano; en una palabra: es una maravilla. Tiene su aya y su doncella. Lástima que esté poco
desarrollada para su edad, porque tiene ocho años.
Tenía diez, pero como la señora Rancour hablaba sin mirarme, nada dije.
El joven Cornelis, que tenía necesidad de descanso preguntó a qué hora se cenaba.
—A las diez, y no antes —dijo la dueña— porque la señora Cornelis no se halla libre antes de
tal hora. Está siempre ocupada con su abogado, a causa de un proceso que sigue contra sir Federico
Fermer.
Juzgando que, sin preguntarle, no sacaría mucho en limpio de la charla de la señora Rancour,
tomé mi bastón y mi sombrero y fui a pasearme al azar por aquella inmensa ciudad, cuidando
solamente no desorientarme.
Eran las siete; un cuarto de hora después, viendo mucha gente en un café, entré en él. Era el
café que peor fama tenía en Londres y en el que se reunía la camarilla de los perdidos de Italia que
cruzaban el canal. En Lyon me había informado de este café y estaba resuelto a no poner en él los
19. pies. La casualidad que casi siempre se mezcla en hacernos ir a la izquierda cuando queremos
marchar a la derecha, me hizo esta mala jugada a pesar mío. No he vuelto jamás a tal sitio.
Fui a sentarme en un lugar apartado y pedí una limonada. Al rato vino un desconocido a
colocarse a mi lado para aprovecharse de la luz y leer una gaceta que según pude observar estaba
escrita en italiano. Aquel hombre, con un lápiz, se ocupaba en borrar ciertas letras, y poner al
margen su corrección, de lo que deduje que era un autor. Una tonta curiosidad me hacía seguir
atentamente su trabajo, y vi que corregía la palabra ancora, poniendo una h al margen, indicando
que debía imprimirse anchora. Esta barbarie me irritó y le dije que desde hacía cuatro siglos se
escribía ancora sin h.
—Estamos de acuerdo —me dijo— pero cito a Boccaccio y en las citas es preciso ser exacto.
—Le pido me disculpe, señor, veo que es un literato.
—De la más ínfima clase. Me llamo Martinelli.
—Entonces es usted de los renombrados, y no de los de la más ínfima clase. Conozco su
reputación y, si no me equivoco, es pariente de Casalbigi, que me ha hablado de usted. He leído
algunas de sus sátiras.
—¿Me atreveré a preguntarle a quién tengo el honor de hablar?
—Me llamo Casanova de Seingalt*. ¿Ha acabado con su edición del Decamerón? [* Casanova
utiliza el título, cuyo origen se desconoce, que ha incorporado a su nombre dos años después de su
huida de los Plomos (cf. tomo 1 de estas Memorias). (N. de la T.)]
—Trabajo en él todavía y procuro aumentar el número de suscriptores.
—Si me quiere contar entre ellos, le ruego que lo haga.
—Con ello me hace un honor.
Me dio un billete de suscripción, y viendo que su precio no era más que el de una guinea, le
tomé cuatro, y luego, levantándome para irme, le dije que esperaba volver a verle en el mismo café
cuyo nombre le pregunté. Me lo dijo, sorprendido de que no lo conociese, pero cesó su extrañeza
cuando le dije que me hallaba en Londres por primera vez desde hacía una hora.
—Hallará dificultad para volver a su casa; permítame que lo acompañe.
Cuando salimos, me previno que la casualidad me había conducido al café de Orange, el más
desacreditado de Londres.
— ¡Pero usted concurrió a él!
—Yo puedo hacerlo amparado en el verbo de Juvenal: El viajero que nada posee, canta en
presencia de los ladrones. Los pícaros que aquí acuden no tienen relación alguna conmigo; yo los
conozco, y ellos me conocen; no nos hablamos.
—Sin duda hace mucho tiempo que reside en Londres.
—Cinco años.
—¿Y conoce a mucha gente?
20. —Sí, pero no visito más que a lord Spencer, ocupándome de literatura, viviendo solo, ganando
poco, pero sabiendo bastarme. Vivo en un cuarto amueblado, tengo doce camisas y la ropa que me
ve encima. Con esto me considero feliz.
Este hombre, que hablaba el toscano con la mayor pureza, me agradó, sobre todo por el tono de
probidad que su conversación encerraba.
Por el camino le pregunté cómo debía arreglarme para alojarme bien. Cuando supo qué clase de
alojamiento deseaba, cómo quería vivir y el tiempo que pensaba permanecer en Londres, me
aconsejó que tomase una casa completamente amueblada, desde la cocina hasta la alcoba y el
comedor.
—Se le dará un inventario de todos los objetos, y en cuanto tenga un fiador, será dueño de ella,
domiciliado como un inglés y no dependerá más que de las leyes.
—Lo que me propone es muy de mi gusto —le dije— indíqueme una casa que se alquile así.
—No tardaré mucho en complacerlo.
Entró en un almacén, pidió a la dueña le prestara el Advertiser, tomó algunas direcciones y me
dijo:
—Ya tenemos lo que necesitamos.
De las casas cuyas señas había anotado, la más próxima al sitio en que nos hallábamos se
encontraba en Pall-Mall y allí nos dirigimos. Una vieja vino a abrirnos la puerta y nos enseñó el
piso bajo y otros tres. Cada piso tenía dos cuartos sobre la calle, con un gabinete, lo que es general
en Londres, y dos camas en cada piso. Todo en aquella casa estaba resplandeciente de limpieza:
ropa blanca, muebles, alfombras, espejos, porcelanas y hasta las campanillas y las cerraduras de las
puertas. Nada faltaba para la comodidad amplia de una rica familia. El precio era de veinte guineas
por semana, y sin regatear, cosa bastante inútil en Londres; dije a Martinelli que lo comprometía
desde entonces para mudarme cuando me conviniese.
Cuando mi compatriota tradujo mis palabras a la vieja, ella hizo decirme que si yo quería
conservarla como ama de llaves no tenía necesidad de dar fianza y que bastaría, mientras pagase por
adelantado cada semana. Le hice responder que la conservaría con la condición de que tomase una
sirvienta que yo pagaría y que estaría enteramente a mis órdenes, pero que debía saber, además del
inglés, el francés o el italiano. Me prometió que desde el día siguiente tendría lo que pedía y pagué
por adelantado el importe de cuatro semanas. Me extendió el recibo a nombre de caballero Seingalt.
En todo el tiempo que permanecí en Londres no he usado otro.
Así fue como en menos de dos horas me hallé alojado en una ciudad que es considerada un
caos y que efectivamente lo es, sobre todo para un extranjero. Pero en Londres todo se rinde a la
voluntad de quien tiene dinero y no ahorra gastos.
Cuando regresé a casa de la Cornelis, se la esperaba aun a ella, a pesar de haber dado ya las
diez, y su señor hijo dormía extendido sobre un sillón. A pesar de lo ofendido que me consideraba
por aquella mujer, la esperaba con impaciencia, pero decidido a contenerme.
Bien pronto tres golpes (manera como se hacían anunciar los dueños) nos avisaron la llegada de
la señora Cornelis, que venía en silla de manos, y a quien oí subir la escalera con mucho escándalo.
21. Entró y se mostró contenta de verme, pero no se me acercó para hacerme las caricias que yo
esperaba. Corriendo hacia su hijo, cosa bastante natural, lo sentó sobre sus rodillas y lo cubrió de
besos, pero el muchacho, medio adormecido le respondía fríamente.
—Está como yo —le dije— muy fatigado, y para gentes que necesitan reposo, nos ha hecho
esperar bastante tiempo.
Yo no sé si iba a responderme ni lo que me hubiera respondido, cuando vinieron a avisar que la
mesa estaba servida. Entonces, levantándose, me hizo el honor de tomar mi brazo para pasar a
comer a una sala que yo no había visto. Como había cuatro cubiertos, mandó quitar el cuarto, y tuve
la curiosidad de preguntarle a quién había correspondido.
—Era para mi hija, pero la he dejado en casa, porque en cuanto ha sabido que usted había
llegado con su hermano ha preguntado solamente por usted.
—¿Y la ha castigado por esto?
—Seguramente, porque creo que debiera haber empezado por informarse de la salud de su
hermano. ¿No opina que tengo razón?
— ¡Pobre Sofía!, la compadezco. El reconocimiento tiene sobre su corazón mayor fuerza que la
sangre.
La Cornelis dijo a su hijo que trabajaba para dejarlo rico a su muerte y que me había obligado a
llevarle a su lado, porque ya se encontraba en edad de ayudarla y de compartir sus trabajos en la
casa.
—¿Y cuáles son, querida mamá, los trabajos que yo debo compartir?
—Doy cada año doce cenas y doce bailes a la nobleza y doce a la clase media, a dos guineas
por cabeza, y tengo casi siempre de quinientas a seiscientas personas. El gasto es inmenso, y sola
como me encuentro, es imposible que no me roben, porque no puedo estar en todas partes a la vez.
Ahora que estás aquí, podrás vigilarlo todo, mi querido hijo, tener todo bajo llave, llevar las cuentas
y la caja, hacer los pagos y recorrer las salas para inspeccionar si todo el mundo está bien servido:
desempeñarás las funciones de amo.
—¿Y piensas, querida mamá, que me hallo en condiciones de hacer todas esas cosas?
—Sí, porque pronto aprenderás cómo.
—Me parece bien difícil.
—Uno de mis secretarios vendrá a vivir contigo y te informará de todo. Durante un año no
harás sino estudiar el inglés y asistir a las reuniones, para que yo te haga conocer lo más distinguido
de Londres, y poco a poco, llegarás a hacerte inglés.
—Sin embargo, quisiera seguir siendo francés.
—Tonterías, hijo mío; ya te desengañarás y todo el mundo hablará de míster Cornelis.
—¿Cornelis?
—Sí, éste es tu nombre.
—Es bien raro.
—Voy a escribirlo para que no lo olvides.
22. Creyendo que su querido hijo bromeaba, la Cornelis me miró un poco sorprendida y le dijo que
fuera a acostarse, lo que hizo de inmediato. Cuando quedamos solos, me dijo que encontraba a su
hijo mal educado y muy pequeño para su edad.
—Bien me temo —añadió— que deba empezar un poco tarde a darle otra educación. ¿Qué es
lo que ha aprendido en seis años?
—Hubiera podido aprender mucho, porque ha aprendido más de lo que ha querido y esto se
reduce a bien poca cosa: tocar la flauta, montar a caballo, tirar la espada, bailar muy bien el minuet,
mudarse diariamente de ropa, responder con cortesía, presentarse con gracia, contar tonterías y
vestirse con elegancia. Esto es todo cuanto sabe. Como jamás ha querido aplicarse, no tiene ni la
más ligera noción de otras otras cosas, sabe apenas escribir, con mala ortografía, no conoce las
cuatro reglas de aritmética y no le importa saber si Inglaterra es una de las islas de Europa.
— ¡Seis años bien empleados!
—O seis años perdidos, si quiere; pero también perderá otros.
—Mi hija se burlará de él. Pero soy yo quien la ha educado. Quedará avergonzado cuando la
vea, a la edad de ocho años, llena de conocimientos.
—Jamás la veré a los ocho años, porque si yo sé bien contar ya debe tener diez.
—A mí me toca decir eso. Mi hija conoce la geografía, la historia, los idiomas, la música;
razona con juicio y muestra un discernimiento superior a su edad. Todas las señoras se la disputan.
La tengo todo el día en una escuela de dibujo, porque demuestra para este arte una buena
disposición; no viene a casa más que por la noche. Come conmigo los domingos, y si me da el
placer de venir el próximo, verá que no exagero.
En tres horas, que nuestra conversación duró, aquella mujer no me preguntó una sola vez si me
hallaba bien, si me encontraba bien alojado, si pensaba permanecer algún tiempo en Londres, si
estaba satisfecho de mi fortuna: nada en fin que a mí se refiriese, diciéndome solamente, riendo y
sin que viniera al caso, pero no sin intención, que ella jamás tenía un cuarto. Entraban en su caja
más de ochenta mil libras esterlinas por año, pero sus gastos eran enormes y tenía deudas.
Yo me vengué de su indiferencia no diciéndole nada de lo que me concernía; por otra parte, yo
estaba decente aunque sencillamente vestido, no llevando sobre mí diamantes ni alhaja de precio.
Fui a acostarme molesto pero no enojado, porque, en el fondo, me alegraba haber descubierto
su mal corazón. Así que, a pesar de mi impaciencia por ver a mi hija, decidí no hacer nada para
procurarme este placer antes del próximo domingo.
Al día siguiente, temprano, dije a Clairmont que pusiese mi equipaje en un coche, y cuando
todo estuvo dispuesto, fui a ver al joven Cornelis en su cama, diciéndole que yo iba a alojarme a
Pall-Mall y le dejé la dirección de mi casa.
— ¡Cómo! ¿No se queda conmigo?
—No, porque su madre ha olvidado alojarme.
—Tiene razón. Yo quiero volverme a París.
—No vaya a hacer semejante necedad. Piense que aquí está en su casa, y en París quizá no
encontraría albergue. Adiós; volveré a verlo el domingo.
23. Pronto quedé instalado en mi nueva casa y salí para ir a la del señor Zuccato, residente de
Venecia. Le entregué la carta del señor Morosini, la leyó y me dijo fríamente que celebraba
conocerme. Le pedí que me presentara a la corte y el necio insolente no me respondió más que por
una sonrisa en la que no me hubiera dado trabajo hallar la expresión del desdén. Era quizá un reflejo
del ceño aristocrático. Devolviéndole orgullo por orgullo, le hice una fría reverencia y no volví a
poner los pies en su casa.
Al salir de ella, fui a la del conde de Egremont, a quien encontré enfermo, y dejé la carta que
llevaba. Este lord murió algunos días después, de suerte que las dos cartas del señor de Morosini no
me sirvieron de nada; pero no fue culpa suya. Ya veremos cuál fue el resultado de su esquelita.
Me dirigí en seguida a casa del conde de Guerchi, embajador de Francia, con una carta del
señor marqués de Chauvelin, y fui recibido muy satisfactoriamente. Este señor me invitó a comer al
día siguiente y me dijo que si lo deseaba, me presentaría a la corte el domingo siguiente, después de
la capilla. En la mesa de este embajador fue donde conocí al caballero de Eon, secretario de
embajada, quien tanto dio que hablar a toda Europa. Este caballero de Eon era una hermosa mujer
que antes de entrar en la diplomacia había sido abogado y capitán de dragones: había servido a Luis
XV como soldado valiente y como experto negociador. A pesar de su temperamento y de su varonil
aspecto, no tardé un cuarto de hora en reconocerle como mujer, porque su voz la traicionaba y sus
formas eran demasiado redondeadas para hombre, sin contar su falta de barba, que puede ser una
falta accidental en un hombre bien constituido.
Desde los primeros días me hice conocer de todos los banqueros en cuya banca giraba por lo
menos trescientos mil francos. Todos aceptaron las letras de los señores Fourton y Bauer y me
ofrecieron sus servicios particulares, de los que no tuve que hacer uso.
Visité los teatros de Covent-Garden y de Drury-Lane, desconocido de todo el mundo y
hallando poco placer, porque no sabía una palabra de inglés. Fui a comer a todas las tabernas de
buen y mal tono para hacerme a las costumbres de aquellos insulares tan grandes y tan pequeños.
Por la mañana iba a la Bolsa donde procuraba relacionarme.
Allí fue donde un negociante, a quien me había dirigido, me cedió un negro que hablaba inglés,
francés e italiano y de cuya fidelidad me respondía. También fue él quien me facilitó un muy buen
cocinero inglés que hablaba francés y que con toda su familia entró a mi servicio. Quise también
conocer desde la primera semana los baños de primer orden donde un hombre rico va a cenar,
bañarse y acostarse con una mujer libre y de categoría, especie que no es rara en Londres. Esta es
una magnífica velada de placer y que no cuesta más que seis guineas. La economía puede reducir el
gasto a cien francos; pero la economía que abrevia el placer no ha entrado jamás en mis cálculos.
El domingo me vestí elegantemente y fui al palacio a eso de las once, encontrando allí al conde
de Guerchi, como habíamos convenido. Me presentó a Jorge III, quien me habló pero en tan baja
voz, que no habiéndole comprendido no pude responderle sino por una inclinación. La reina
también me fue presentada y quedé encantado de ver entre los que la rodeaban, el necio embajador
de mi querida república. En cuanto al señor de Guerchi pronunció mi nombre de caballero de
Seingalt, vi el asombro reflejado en el rostro del señor Zuccato, porque en su carta, el procurador
Morosini, no me había anunciado sino con el nombre de Casanova. La reina me preguntó de qué
parte de Francia era, y al saber por mi respuesta que era veneciano, miró al residente de Venecia,
24. quien por una reverencia dio a entender que no tenía nada que decir en contrario. Su Majestad me
preguntó entonces si conocía a los embajadores que habían venido a felicitar al rey; yo le respondí
que los conocía muy particularmente y que habiendo pasado tres días en Lyon en su intimidad, el
señor de Morosini me había dado cartas para el conde de Egremont y para el señor Zuccato.
—El señor Querini —me dijo la reina— me ha hecho reír mucho, diciéndome que soy una
diablilla.
—Ha querido decir, señora, que Su Majestad tiene el talento de un ángel.
La conversación fue lo que es siempre en la corte: nada más que frivolidades.
Después de esta presentación, volví a mi silla de manos y mis servidores me llevaron a Soho-
Square a casa de la señora Cornelis, donde estaba invitado a comer. Un hombre vestido de corte no
se atrevería a ir a pie por las calles de Londres sin exponerse a ser cubierto de lodo por el
populacho, y los señores se reirían de él. Es preciso respetar los usos, cualesquiera que sean, porque
no hay ninguno que no sea a la vez respetable y ridículo.
Cuando llegue a casa de la Cornelis me hicieron subir y después de cruzar una docena de
grandes y hermosas habitaciones, se me introdujo en el salón, donde se hallaba la dueña de la casa
con dos señoras y dos caballeros ingleses. Me recibió con las demostraciones de la más familiar
amistad; y después de ofrecerme un sillón al lado del suyo, continuó su conversación en inglés, sin
nombrarme y sin hacerme conocer con quién me encontraba. Cuando vinieron a avisar que la mesa
estaba servida, ordenó que bajaran sus hijos. Mi corazón esperaba este momento con impaciencia,
así que en cuanto vi aparecer a Sofía, corrí a ella con emoción; pero, aleccionada por su madre, se
retiró haciendo una profunda reverencia y dirigiéndome un cumplimiento aprendido de memoria.
Tuve la discreción de no responder, a fin de no molestarla, pero se me oprimió el corazón.
La Cornelis presentó entonces a su hijo, diciendo a todos que yo le había conducido a Londres
después de haber atendido a completar su educación durante seis años. Como anunció esto en
francés, vi con placer que todo el mundo comprendía este idioma.
Nos pusimos a la mesa; la Cornelis entre sus dos hijos y yo enfrente, entre las dos inglesas, una
de las cuales, aunque de esa edad que se ha convenido en llamar intermedia, me agradó desde el
primer momento por su amabilidad y buen trato. Con ella fue con quien conversé desde que advertí
que la dueña de casa no me dirigía la palabra sino por casualidad y que Sofía, que fijaba sus
hermosos ojos sobre todos, no los detenía jamás sobre mí. Esto me parecía extraordinario. Era obvio
que no se comportaba así conmigo sino porque su madre la obligaba a ello, y yo encontré esta
comedia tan absurda como impertinente. Disgustado y despechado, aunque no quería, aparecerlo,
dije frases jocosas sobre las costumbres que observaban en Inglaterra, pero teniendo cuidado de no
caer en la crítica que siempre hiere el orgullo nacional cuando las dice un extranjero. Yo quería
hacerlos reir y resultarles agradable y lo logré; pero no descuidando mi venganza, no me dirigí ni
una sola vez a la Cornelis; ni aun le hablé.
Mi vecina, después de alabar la belleza de mis encajes, me preguntó qué había de nuevo en la
corte.
—Todo me ha parecido nuevo, señora, porque la he visto hoy por primera vez.
—¿Ha visto al rey? —me preguntó sir Joseph Cornelis.
25. —¿Quién lo presentó? —dijo mi hijo.
—Hijo mío —le dijo su madre— no se hacen esas preguntas.
—¿Por qué, querida mamá?
—Porque esa pregunta puede no agradar al señor.
—Por el contrario, señora, no me disgusta. Durante seis años he enseñado a su hijo que debe
preguntar siempre, porque es el verdadero modo de instruirse. El que no pregunta se expone a
permanecer siempre ignorante.
Yo había dado en el blanco; la Cornelis se mordió los labios y no dijo nada más.
—A todo esto —dijo el muchacho— no me ha dicho si vio al rey.
—Sí, amigo mío, he visto al rey y a la reina y Sus Majestades me han hecho el honor de
hablarme.
—¿Quién lo ha presentado?
—El embajador de Francia.
—Esto está muy bien —dijo la madre— pero admitirá que esta última pregunta está de más.
—Si fuera dirigida a un extraño, sí; pero no a mí, que soy su amigo. Ya ve que lo que me he
visto obligado a responderle me honra. Si no hubiera querido que se supiese que he estado en la
corte, no habría venido a comer a esta casa con este traje.
—Muy bien; pero, puesto que tanto parece que le gustó ser interrogado, yo también le
preguntaré porqué se hizo presentar por el embajador de Francia y no por el residente de Venecia.
—Porque éste no ha querido hacerlo, y ha estado justificado sabiendo que no me hallo en
buenas relaciones con su gobierno.
Estábamos en los postres, y la pobre Sofía no había dicho una palabra.
—Hija mía —le dijo su madre— di alguna cosa al señor de Seingalt.
—No sé qué decirle, querida madre. Le ruego al señor de Seingalt que me hable, y yo le
contestaré lo mejor que pueda.
—Pues bien, mi querida Sofía, cuénteme pues a qué estudios se dedica actualmente.
—Al dibujo, y si quiere, le haré ver mis trabajos.
—Los veré con gran placer; pero en qué cree haberme ofendido, porque, habiéndome así,
muestra el aspecto de una culpable.
—¿Yo, señor? Pues creo no haber sido irrespetuosa.
—También yo lo creo así, hermosa mía; pero como me habla siempre sin mirarme, pienso que
está avergonzada. ¿Le da vergüenza tener tan hermosos ojos? ¿Por qué se pone colorada? ¿Qué falta
ha cometido?
—La molesta —me dijo su madre—. Respóndele, querida mía, que no tienes que reprocharte
falta alguna, pero que si no fijas tu mirada en las personas con quienes hablas es por modestia y por
respeto
26. —Pero si la modestia —añadí yo—, hace bajar los ojos a una joven, los buenos modales hacen
que los levante otra vez.
Nadie respondió a mis palabras, que era una censura para la pedante Cornelis; pero después de
un momento de silencio, nos levantamos de la mesa y la niña fue a buscar y traerme sus dibujos.
—No quiero ver nada, Sofía —le dije— a menos que me mires.
—Vamos —dijo su madre— mira al señor. Sofía obedeció esta orden como un relámpago y
entonces vi los más hermosos ojos que sea posible imaginar.
—Ahora te reconozco, mi querida Sofía, y tu, ¿te acuerdas haberme visto?
—Sí, señor, y aunque hace seis años de ello, lo he reconocido en cuanto lo vi.
—¿Y cómo, si no me habías mirado? ¡Si supieras, ángel mío, qué mal hecho está no mirar a las
personas con quienes se habla! ¿Quién te ha inspirado tan falso principio?
Sofía miró a su madre, que se había acercado a una de las ventanas, y en su mirada conocí de
dónde le venía la lección.
Creyéndome vengado y viendo a los ingleses perfectamente al corriente del caso, empecé a
examinar y alabar sus dibujos y a felicitarla por su talento. La felicité también por tener una madre
que le procuraba tan buena educación. Este indirecto cumplimiento envaneció a la madre, y mi pe-
queña Sofía, feliz por no estar ya molesta, no dejaba de mirarme con una expresión de ternura que
me conmovía. Tenía en su fisonomía todos los caracteres de un ser noble, y yo compadecía a aquel
ángel por verse obligada a vivir sometida a una madre loca. Sofía fue a sentarse al clavicordio, que
tocaba con gran sentimiento, y después, tomando una guitarra, cantó algunas canciones italianas con
gusto perfecto para su edad. Demostraba una precocidad de sentimiento que exigía una dirección
mejor entendida que la de una Cornelis.
Después de cantar y recibir los aplausos de todos, quiso su madre que bailase el minuet con su
hermano, que lo había aprendido en París y que bailaba muy mal porque no tenía disposición para
ello. Su hermana lo felicitó, dándole un beso, y me pidió que lo bailase con ella, lo que hice sin
hacerme repetir la invitación. Su madre, que vio que había bailado perfectamente, le dijo que debía
permitirme que la besara. Ella vino a mí, y sentándola sobre mis rodillas, la cubrí de besos; lo que
los hacía más dulces era que me los devolvía con la más mayor ternura. Su madre, que estaba de
buen humor, reía; sin embargo, como si alguna idea hubiera de pronto acudido a su imaginación,
Sofía me abandonó y fue a preguntar a su madre si estaba incomodada. Un beso le aseguró que no
era así.
Después de la comida y del café, que se sirvió a la francesa, la Cornelis me hizo ver una
magnífica sala que había hecho construir y en la que podía dar de cenar a cuatrocientas personas,
colocadas en una sola mesa en forma de herradura. Me dijo, y fácilmente lo creí, que no había en la
inmensa ciudad de Londres, otra sala de aquella dimensión.
Se daba la última fiesta antes de cerrarse el Parlamento, cosa que sucedería cuatro o cinco días
después. Tenía a su servicio una veintena de muchachas, todas bastante bonitas, y una docena de
criados en librea dorada.
27. —Todos estos pillos —me dijo— me roban pero no puedo prescindir de ellos ni evitarlo.
Necesitaría un hombre inteligente y activo que vigilase conmigo y que estuviese interesado en mis
negocios; entonces, —añadió— estoy segura de hacer en pocos años una gran fortuna; porque los
ingleses no saben calcular cuando se trata del placer.
Le deseé que hallara este hombre y la fortuna, y después la dejé, admirando su intrepidez.
Al salir de su casa me hice llevar al parque de Saint-James para ir a ver a lady Harrington, para
quien tenía una carta, como ya he dicho. Esta señora vivía en los alrededores del palacio y recibía
todos los domingos. En su casa estaba permitido jugar, porque el parque pertenece al dominio real.
En ninguna otra parte se permite el domingo jugar ni tocar instrumentos de música. Los muchos
espías que recorren las calles de esta capital escuchan todos los ruidos de la casa, y si sospechan que
se juega, se toca o se canta, se ocultan como pueden y en cuanto ven abrir la puerta entran y se
apoderan de todos los malos cristianos que se atreven a profanar el día del Señor, por una diversión
que en toda otra parte no es sino algo muy inocente; pero, en cambio, el inglés puede ir a santificar
impunemente este santo día en las tabernas o en la casa de prostitución, tan comunes en esta ciudad.
Subí a casa de lady Harrington, y habiéndole hecho entregar mi carta, me hizo entrar. Hallé a
su alrededor una treintena de personas de ambos sexos, pero me fue fácil reconocerla por el aire de
buena acogida que me hizo en cuanto me presenté. Después de saludarla con una reverencia, me
dijo que me había visto en el palacio y que, sin conocerme, había deseado verme también en su
casa. Nuestra conversación duró tres cuartos de hora y se limitó a esas tonterías, esas preguntas
superficiales que se hacen a un viajero.
Esta señora tenía cuarenta años, pero era aun hermosa y famosa en Londres por su fortuna y
por sus amoríos. Me hizo conocer a su marido y a sus cuatro hijas, casaderas y encantadoras.
Me preguntó por qué había ido a Londres en el tiempo en que todo el mundo salía para el
campo.
Le dije que no haciendo sino aquello que me convenía, me veía impedido de contestar a su
pregunta; que por lo demás, yo esperaba pasar allí un año y que así tendría tiempo para todo.
Mi respuesta pareció agradarle, porque por su independencia correspondía al carácter inglés, y
me ofreció con la mejor voluntad todos los servicios que ella pudiera proporcionarme.
—Entretanto —añadió— empiece por ver el jueves a toda la nobleza en Soho-Square en casa
de la señora Cornelis. Yo puedo darle un billete. Tome. Es para el baile y la cena y cuesta dos
guineas.
Se las di y ella volvió a tomar el billete para escribir sobre él: Pagado, Harrington.
—¿Es indispensable esta formalidad, milady?
—Sí, porque sin ella, se le pediría el pago en la puerta. Evité decirle que venía de Soho-Square.
Mientras lady Harrington arreglaba una partida de whist, me preguntó si tenía carta para alguna
señora.
—Tengo una —le dije— muy singular y pienso entregarla mañana. Esta carta no es más que el
retrato de la persona que debe recibirlo.
—¿Lo tiene aquí?
28. —Sí, milady.
—¿Puedo verlo?
—Sin dificultad. Aquí está.
—Es la duquesa de Northumberland. Vamos a dárselo.
—Con mucho gusto.
—Pero esperemos a que señale el rober.
Lord Perry, a quien yo había conocido en otra parte, me había dado este retrato diciéndome que
me serviría como introductor y carta de recomendación cuando se lo presentara a su querida madre.
—Querida duquesa —le dijo lady Harrington— aquí tiene una carta de recomendación que el
señor tiene el encargo de entregarle.
—Ah, sí, es usted el señor de Seingalt. Mi hijo me lo ha escrito. Estoy muy contenta de verlo,
caballero, y espero que venga a mi casa. Recibo tres veces por semana.
—¿Milady tiene la bondad de permitir que vaya a entregarle la carta en su casa?
—Con mucho gusto.
Jugué una pequeña partida de whist y perdí quince guineas, que pagué en el acto. Por ese
motivo, lady Harrington me llevó aparte para darme una lección que relato aquí.
—Ha perdido —me dijo— y ha pagado en oro. Supongo que no lleva en su bolsillo billetes de
banco.
—Perdón, milady, los llevo de cincuenta y de cien libras.
—Era preciso cambiar uno o esperar a otro día para el pago, porque entre nosotros, pagar en
oro, y en moneda, es una falta de consideración que sólo se perdona a un extranjero, que no puede
conocer nuestros usos. Pero procure que esto no vuelva a sucederle. Habrá observado que la señora
a quien ha pagado se ha sonreído.
—Sí, ¿quién es?
—Es lady Coventry, hermana de la duquesa de Hamilton.
—¿Debo presentarle mis excusas?
—Nada de eso; la ofensa no es de las que las exigen. Por lo demás, puede haberse sorprendido,
pero no ofendido, porque de todos modos gana quince chelines.
Esta recriminación, verdadera clase para provinciano, me mortificaba, porque lady Coventry
era una morena apetitosa y sumamente bella. Sin embargo, me consolé sin gran trabajo.
Aquel día hice conocimiento de lord Hervery, hombre amable y lleno de talento. Se había
casado con miss Chodeleigh, pero más tarde hizo anular su matrimonio.
Esta célebre Chodeleigh, era dama de honor de la princesa viuda de Gales, y fue después
duquesa de Kingston.
Volví a mi casa muy satisfecho de mi jornada.
29. Mi mesa, que era excelente, y mi casa no bastaban a mi felicidad. Estaba solo, y mis lectores
saben bien que la naturaleza no me ha hecho para vivir como un ermitaño.
No tenía ni amiga bonita ni amigo jovial, y en Londres se puede muy bien invitar a un hombre
de sociedad a comer en la posada, donde él paga su cubierto, según es costumbre, pero no puede
invitárselo a la propia mesa.
Un día fui invitado en el parque de Saint-James por el hijo segundo del duque de Beaufort a
comer ostras y beber una botella de champaña. Acepté, y cuando llegamos a la taberna, encargó las
ostras y la botella; pero nos bebimos dos botellas, y me hizo pagar la mitad de la segunda.
Tales son las costumbres del otro lado de la Mancha.
Se reían de mí cuando les decía que comía en mi casa, porque en las tabernas no daban sopa.
"¿Está enfermo?, me decían, porque la sopa no es buena más que para los enfermos".
El inglés es soberanamente carnívoro; casi no come pan, y pretende ser económico porque
ahorra el gasto de la sopa y de los postres, lo que me ha hecho decir que la comida inglesa se parece
al Eterno en que no tiene principio ni fin.
CAPITULO XXI
del tomo 8
Hacía una semana que me alojaba en mi nueva casa y aun no había vuelto a ver a Martinelli; el
lunes, por la mañana, vino a verme, y le comprometí a quedarse a comer. Me dijo que iba al Museo,
donde estaría hasta las dos y me dieron ganas de ir a ver aquel famoso Museo Británico que tanto
honra a Inglaterra.
Durante la comida, Martinelli me sirvió de excelente compañía, porque era instruido y conocía
profundamente las costumbres inglesas que yo necesitaba conocer si quería ubicarme bien en el
país.
Después de hablar largo tiempo de política, costumbres y literatura, asuntos del conocimiento
de Martinelli, fuimos al teatro de Drury-Lane, y allí tuve ocasión de observar una muestra de las
costumbres poco educadas de los insulares. La compañía, por un accidente que no recuerdo, no
podía representar aquel día la función anunciada, y el público produjo un alboroto. Garrik, actor
célebre, que veinte años más tarde fue enterrado en Westminster, se presentó para calmarlos y se
vio obligado a retirarse. Entonces algunos furiosos gritaron: ¡Sálvese el que pueda! El rey, la reina,
todo el mundo en fin, se apresuró a abandonar el teatro, y en menos de una hora todo quedó
destruido, hasta las paredes, que no resistieron al furor de un populacho que hacía aquella
devastación por el solo placer de demostrar su poderío.
Después de este hecho, al que ninguna autoridad se opuso, los furiosos fueron a llenarse de
cerveza y de ginebra.
En quince días fue reedificado el teatro, representóse la pieza anunciada, y al levantarse el telón
y presentarse Garrik para solicitar la benevolencia del público, una voz exclamó: "De rodillas". De
inmediato mil voces repitieron: "De rodillas", y el Roscins de Inglaterra, que valía cien millares de
30. veces más que todos los exaltados que gritaban, se vio obligado a doblar la rodilla y pedir
indulgencia en aquella humillante postura. Entonces se oyó una salva de aplausos, y todo quedó
terminado. Así es el pueblo inglés y sobre todo el pueblo de Londres. Se burla hasta del rey, de la
reina y de los príncipes cuando los ve en público, así es que no se dejan ver jamás, a no ser en las
grandes ceremonias, donde ciertos oficiales procuran mantener el orden público.
Inglaterra es un mar riquísimo, pero lleno de escollos. Los que en él se aventuran por interés o
curiosidad han de tomar precauciones.
En casa de la duquesa de Northumberland hice conocimiento con lady Rochefort, cuyo marido
acababa de ser nombrado embajador en España. Esta señora era una de las tres ilustres cuya crónica
galante proporcionaba cada día nuevos asuntos a las conversaciones de los ociosos de aquella
inmensa ciudad.
La víspera de la reunión de Soho-Square, Martinelli comió conmigo y me habló de la señora
Cornelis, de las deudas que tenía, y que la obligaban a no salir de su casa sino el domingo, único día
privilegiado en el que los acreedores no tienen derecho alguno sobre sus deudores.
—El excesivo gasto que hace —me dijo— la coloca en un estado tal que no puede tardar en
verse en las últimas. Debe cuatro veces más de lo que posee, aun contando la casa, que es una
propiedad dudosa, puesto que todavía está en litigio.
Su estado no me apenaba sino por sus hijos; porque en cuanto a ella, no me parecía que merecía
mejor suerte.
Al día siguiente me dirigí a la reunión, y el secretario colocado a la puerta inscribió mi nombre
al recibir mi billete. En cuanto la Cornelis me vio, vino a mí y me dijo que estaba contentísima de
verme entre la aristocracia y provisto de mi billete y que no se había equivocado al sospechar que
acudiría.
Lady Harrington, que era una de sus grandes protectoras, vino a hablarle.
—Tengo, mi querida Cornelis, que entregarle una cantidad de guineas, entre otras dos del señor
de Seingalt a quien he considerado como amigo. Sin embargo, no me he atrevido a decírselo—,
añadió dirigiéndome una guiñada significativa y maliciosa.
—¿Por qué, milady? Hace mucho tiempo que tengo el privilegio de conocer a la señora
Cornelis.
—Lo creo —dijo ella riendo— y felicito a los dos. Supongo también, caballero, que conoce a la
amable miss Sofía.
—Sin duda, milady; quien conoce a la madre debe conocer a la hija.
—Sí, sí.
Sofía se encontraba cerca de ella, y después de besarla con cariño, milady me dijo:
—Debe quererla mucho porque es su imagen.
—Es uno de los mil caprichos de la naturaleza.
—Seguramente, pero esta vez ha tenido un capricho sensato.
31. Al acabar estas palabras, milady tomó a Sofía de la mano y apoyándose en mi brazo nos llevó
entre la gente y tuve que oír pacientemente muchas preguntas hechas por personas que aun no me
habían visto.
—¿Este es el esposo de la señora Cornelis?
—¿Es sin duda el señor Cornelis que ha llegado?
— ¡Ah! éste es seguramente el señor Cornelis.
—Indudablemente es el marido de la señora Cornelis.
—No, no no, no —decía lady Harrington a los curiosos.
Esto me fastidiaba, porque no se repetían estas preguntas sino porque la niña llevaba marcado
su origen en su rostro, y todos adivinaban que yo era su padre. Yo deseaba que milady dejase
marchar a Sofía, pero aquello la divertía y no estaba dispuesta a acceder a mis deseos "Quédese a
mi lado —me dijo— si quiere conocer a todo el mundo". Se sentó, me hizo sentar a su lado y sentó
a la niña en el otro.
La Cornelis vino para hablarle, y como todos le hacían las mismas preguntas que tanto me
habían molestado, se decidió y dijo resueltamente que yo era su mejor y más antiguo amigo y que
estaba justificado que se admiraran de la perfecta semejanza que conmigo tenía su hija. Todos se
echaron a reír diciendo que aquello era la cosa más natural.
Empezó el baile que duró toda la noche; de allí se pasaba a la sala, donde estaba servida la
cena, por grupos y a todas horas; aquello era un verdadero despilfarro como podría ocurrir en la
casa de un príncipe. Entonces hice conocimiento de toda la nobleza y de toda la familia real, que
asistía, a excepción de Sus Majestades y del príncipe de Gales. La Cornelis había recibido más de
mil doscientas guineas, pero el gasto era enorme, sin economía y sin las precauciones necesarias
para evitar que se pagara más de lo que correspondía. Presentaba su hijo a todo el mundo, pero el
pobre muchacho, como una víctima, no sabía hacer más que profundas reverencias. Me daba
verdadera lástima.
De vuelta a mi casa pasé todo el día en la cama, y al día siguiente fui a comer a Star-Tavern,
donde me habían dicho que se encontraban las muchachas más bonitas y más discretas de Londres.
Me dio este informe lord Pembroke, que acostumbraba ir con frecuencia. Al llegar a la taberna pedí
un cuarto particular, y el amo, al notar que yo no hablaba inglés, vino a acompañarme, hablándome
en francés y ordenando lo que yo deseaba. Me sorprendió por sus maneras nobles, graves y
decentes, hasta el punto de que no tuve valor de decirle que deseaba cenar con una inglesa. Al final
de mi cena, le dije con mil respetuosos rodeos que no sabía si lord Pembroke me había engañado al
decirme que yo podría encontrar en aquella casa las muchachas más bonitas de Londres.
—No lo ha engañado, señor, y si lo desea puede tener cuantas quiera.
—Con esa intención he venido.
Llamó y se presentó un joven muy aseado y de aspecto decente; le ordenó que hiciera venir una
muchacha para mi servicio, con el mismo tono que hubiera podido mandarle traer una botella de
vino. El joven salió y algunos minutos después vi entrar una muchacha de formas voluminosas.
—Caballero —le dije— el aspecto de esta joven no me satisface.
32. —Dé un chelín para los conductores de la silla y despídala. En Londres, caballero, no
acostumbramos gastar cumplidos.
Estas palabras me hicieron sentir en completa libertad; ordené que se hiciera aquel pago y me
trajeran otra muchacha. La segunda me pareció peor y la despedí, lo mismo que a otras diez que
después vinieron, satisfecho de ver que lo difícil de mi elección divertía al amo de la casa, quien
siempre me acompañaba.
—Ya no quiero ninguna —le dije— sólo quiero comer bien. Estoy seguro de que se han
burlado de mí, para beneficiar a los conductores de la silla de manos.
—Es muy posible, señor, y esto suele suceder cuando no se da el nombre y las señas de la casa
de la muchacha que se desea.
Por la noche, fui a pasearme al parque de Saint-James; recordando que era el día de Ranelagh,
y queriendo conocer aquel sitio, tomé un carruaje y solo, sin criado, me encaminé con ánimo de
divertirme hasta medianoche, y buscar una mujer que me agradase.
La rotonda del Ranelagh me gustó; me hice servir un té y bailé algunos minutos, peo sin
intimar con nadie; y aunque vi varias jóvenes y damas hermosas, no me atreví a abordar a ninguna.
Fastidiado, resolví retirarme. Era cerca de medianoche; me dirigí a la puerta suponiendo encontrar
mi coche, que no había pagado, pero no se encontraba allí, y me hallé en un gran apuro. Una
preciosa mujer que estaba a la puerta esperando su carruaje, apercibiéndose de mi descontento me
dijo en francés que si yo no vivía lejos de White-Hall, ella podría conducirme a mi casa. Le di las
gracias, y diciéndole dónde vivía, acepté con agradecimiento. Llegó su coche, un lacayo abrió la
portezuela y apoyándose en mi brazo ella subió al vehículo; me invitó a sentarme a su lado y ordenó
parar delante de mi casa.
En cuanto me encontré en el carruaje le expresé mi gratitud, y diciéndole mi nombre, le
manifesté lo mucho que sentía no haberla visto en la última reunión de Soho-Square.
—No estaba en Londres —me dijo— he llegado hoy de Bath.
Me felicité por la suerte de haberla encontrado, besé su mano y me atreví a darle un beso en la
mejilla; no encontrando resistencia sino la dulzura y la sonrisa del amor, uní mis labios a los suyos,
y siendo correspondido, pronto me enardecí y le di la prueba más evidente de la pasión que había
despertado.
Satisfecho por no haberle desagradado y de haberla encontrado tierna y fácil, le supliqué me
dijera dónde podría acudir para verla durante todo el tiempo que pensaba pasar en Londres, pero
ella me respondió: "Aun nos volveremos a ver; sea discreto". Se lo juré y no insistí. Un momento
después se detuvo el carruaje, le besé la mano y entré en mi casa muy satisfecho de aquella
aventura.
Pasé quince días sin volver a verla, cuando por fin la encontré en una casa aristocrática, simuló
ella no conocerme, pero comportándose muy amable conmigo.
A los tres días de este nuevo encuentro fui a Covent-Garden, y hallándome frente a una linda
joven, me dirigí a ella en francés y le pregunté si quería venir a cenar conmigo.
—¿Qué me dará a los postres?
33. —Tres guineas.
—Estoy a sus órdenes.
Después del teatro me hice servir una buena cena para los dos, y ella me acompañó, como yo
deseaba.
Otro día, en que me hallaba en Vaux-Hall, encontré a Malignan, oficial francés, a quien había
prestado plata en Aix-la-Chapelle, y a quien di la dirección de mi casa por haberme dicho que
necesitaba hablarme. Encontré también a un hombre llamado el caballero Goudar, hombre muy
conocido, que me habló de juego y de muchachas. Malignan me presentó un individuo, hombre
raro, y que podría serme muy útil en Londres. Era un hombre de unos cuarenta años, tipo griego,
que llevaba el nombre de Federico, hijo del difunto Teodoro, pretendido rey de Córcega que,
catorce años antes de esta época había muerto miserable en Londres, un mes después de haber
salido de la prisión en que había permanecido durante seis o siete años por la acción de inhumanos
acreedores.
Para entrar en aquel recinto de Vaux-Hall se pagaba la mitad de lo que se necesitaba para entrar
en el Ranelagh, y a pesar de ello se podían obtener los placeres más variados, como una buena
comida, música, paseos oscuros y solitarios, avenidas iluminadas con mil linternas, y se
encontraban allí mezcladas y confundidas las más famosas beldades de Londres, desde las de más
alto rango hasta las de menor categoría.
Entre todos estos placeres yo me aburría, porque no compartía mi buena mesa ni mi
encantadora casa con una amiga que me las hiciera agradables. Hacía, sin embargo, seis semanas
que me hallaba en Londres. Esto no me había sucedido jamás, y la cosa me parecía inexplicable.
Como esta idea me preocupaba, se me ocurrió otra que quise realizar.
Llamé a mi vieja ama de llaves y le hice decir por la muchacha que nos servía de intérprete,
que quería alquilar el segundo o tercer piso para tener compañía y que, aunque yo era el dueño,
quería regalarle media guinea por semana; en el acto le ordené fijar a la ventana el siguiente cartel:
"Segundo o tercer piso amueblado y barato, para alquilar a una señorita joven y libre que hable
inglés y francés y no reciba ninguna visita de día ni de noche". La vieja inglesa, que había
comprendido mi intención, se echó a reir de tal manera cuando la muchacha le tradujo el cartel, que
creí que iba a reventar de risa.
En cuanto estuvo colgado el cartel, todo el mundo se detenía para leerlo y después de hacer
comentarios se alejaban riendo. Desde el segundo día, mi negro Jarbe me dijo que mi anuncio se
encontraba citado entero en Saint-James Chronicle con un divertido comentario. Me hice traer el
periódico y Fanny me lo tradujo así:
"El dueño del segundo y del tercero ocupa probablemente el primero. Debe ser hombre de
gusto y aficionado a los placeres, porque quiere una inquilina joven sin duda, sola y libre, y como
ella no podrá recibir visita alguna, será preciso que se comprometa a acompañarle".
Y añadía:
"Lo que puede suceder es que el propietario salga engañado, porque es muy posible que alguna
bonita muchacha lo alquile sólo para ir a dormir y aun quizá para ir de vez en cuando; además, la
inquilina podrá rehusar, si le conviene, la visita del propietario".
34. Este comentario, de buen razonamiento, me gustaba porque me ponía en guardia contra las
sorpresas.
No cansaré a mis lectores con los detalles de un centenar de muchachas que vinieron durante
los nueve o diez primeros días y con quienes me excusé de alquilarles la habitación, aunque algunas
de ellas no dejaban de tener gracia o hermosura. Por fin al undécimo o duodécimo día, mientras me
hallaba a la mesa, vi aparecer una joven de veinte a veinticuatro años, de estatura mediana, vestida
sin lujo, pero con gracia y limpieza, de fisonomía dulce aunque seria, de rasgos regulares, de tez un
poco pálida, de cabellos negros y muy hermosa. Me hizo un saludo noble y respetuoso, que me
obligó a levantarme para devolvérselo, y como permanecí de pie, me pidió en el tono más educado
que no me molestase y que continuara mi comida. Le dije que aceptara una silla, lo que hizo;
después le ofrecí un dulce, pero lo rehusó con un tono de modestia que me encantó.
Aquella hermosa joven me dijo, no en muy buen francés, como había empezado, sino en el más
puro italiano, puesto que no tenía el más ligero acento extranjero, que tomaría un cuarto del tercer
piso.
—Señorita usted es dueña de utilizar un cuarto, pero todo el piso le pertenece.
—Caballero, aunque el cartel dice barato, el piso entero sería muy caro para mí, porque no
puedo gastar para mi alojamiento más de dos chelines por semana.
—Este es precisamente el precio que yo pido por todo el piso; ya ve que está al alcance de su
presupuesto. Mi criada le servirá y le procurará cuanto le sea necesario para el sustento, y además
lavará su ropa. Podrá también servirse de ella para los encargos de comestibles.
—Yo le diré, pues, lo que debe comprarme cada día para mi comida, sin excederse jamás de la
cantidad que le pido.
—También puedo recomendarle a la mujer de mi cocinero, que podrá darle de comer por la
misma cantidad que gastará enviando a buscar los comestibles.
—No creo posible la cosa, porque me da vergüenza decirle lo poco que gasto.
—Aun cuando no gastara más que dos sueldos por día, yo le diría que no le diera más que por
dos sueldos. Espero que no se ofenda, porque me intereso por usted.
—Caballero, la cosa es sorprendente, es usted muy generoso.
—Un momento, señorita, y ya verá cómo todo se arregla del modo más natural del mundo.
Ordené a Clairmont que hiciera subir a la criada y a la mujer del cocinero, y dije a esta última:
—¿Por cuánto puede dar a comer por día a esta señorita, que no es rica y no quiere comer más
que lo indispensable para vivir?
—Podré hacerlo muy barato, porque el señor come casi siempre solo y hace disponer la comida
para cuatro.
—Muy bien; por consiguiente, espero que la tratarán bien por lo que ella quiera darle.
—Yo no puedo gastar más que cinco sueldos por día.
—Por ese precio se la alimentará, señorita.
35. Ordené que al instante quitasen el cartel y que el cuarto que ella quisiese ocupar se preparara en
seguida con todo lo confortable. Después, cuando se retiraron la criada y la cocinera, la señorita me
dijo que no saldría más que el domingo para ir a misa a la capilla del embajador de Baviera, y una
vez al mes para ir a buscar a una persona que le entregaba tres guineas para vivir. "Podrá salir
cuando guste, señorita, y eso sin tener que dar cuenta de ello a nadie". Acabó por pedirme que
nunca llevara a nadie a su casa, que ordenase a la portera decir a todo el que viniese a informarse de
ella, que no la conocía. Le prometí que todo se haría según sus deseos, y salió cutiéndome que iba a
hacer traer su reducido equipaje.
En cuanto salió, ordené a todo el mundo que tuviera para ella las mejores atenciones.
La vieja ama de llaves vino a decirme que antes de partir le había pagado adelantada la primera
semana y que había aceptado el recibo, marchándose en la silla de manos en que había venido.
Después, la buena vieja me hizo decir que tuviera cuidado con los engaños.
—¿Qué engaños? No veo ninguno en perspectiva. Si ella es prudente y me enamoro, tanto
mejor: no deseo otra cosa. No necesito más que ocho días para conocerla. ¿Qué nombre le ha dado?
—Mistress Paulina. Ha llegado aquí muy pálida y al marcharse estaba muy sofocada.
Lleno yo de esperanza, aquel hallazgo me llenaba de alegría. Yo no necesitaba mujer para
satisfacer mi temperamento, porque eso se encuentra fácilmente en todas partes. Necesitaba alguien
a quien amar. Necesitaba encontrar en el objeto de mi amor la belleza y las cualidades previstas en
la conquista. En cuanto a la posibilidad del logro, ya lo consideraba como problema resuelto,
porque yo no ignoraba que no hay mujer que pueda resistir a todas las atenciones de un hombre que
quiera enamorarla, sobre todo cuando este hombre puede hacer grandes sacrificios.
Por la noche, cuando regresaba del teatro, la criada me dijo que la señorita había elegido un
modesto cuarto situado en la parte posterior del piso, que no podía servir sino a un criado. Había
cenado muy moderadamente, no bebiendo más que agua, y al pedir a la mujer del cocinero que no
le diese más que una sopa y un plato, ésta le había respondido que debía aceptar lo que se le sirviese
y que la criada comería lo que ella dejara.
—Después de cenar se ha encerrado para escribir y me ha dado las buenas noches con mucha
bondad.
—¿Qué toma por la mañana?
—Se lo he preguntado y me ha respondido que no come más que un pedazo de pan.
—Le dirás mañana por la mañana que la costumbre aquí es servir a todos los de la casa un
desayuno de café, té, chocolate o caldo, según el gusto, y que al rehusarlo podría disgustarnos. Pero
no vayas a decirle que yo te he dicho esto. Aquí tienes una corona, y yo te daré otra todas las
semanas para que tengas para ella muchas atenciones.
Antes de acostarme, le escribí una notita atenta rogándole abandonara el pequeño cuarto que
había elegido; lo abandonó, pero hizo llevar sus efectos a un cuarto vecino, también en la parte
posterior y aceptó el café. Deseando invitarla a comer conmigo, me vestí para ir a visitarla y obtener
su compromiso, de manera que no pudiera rehusar, pero Clairmont me anunció al joven Cornelis.
Lo recibí riendo y dándole gracias por la primera visita que me hacía después de seis semanas.
36. —Mamá no me había permitido venir. No soportaba más y he estado tentado veinte veces de
venir a pesar suyo. ¡Tome, lea esta carta y en ella encontrará algo que lo sorprenderá!
Abrí la carta y he aquí lo que decía:
"Ayer un alguacil, aprovechando el momento en que mi puerta estaba abierta, entró en mi
cuarto y me arrestó. Me vi obligada a seguirle y heme aquí presa en su casa; si en el día de hoy no
presento fíanza me conducirá esta noche a la cárcel de Kings-Beach. Esta fianza es de doscientas
libras esterlinas, que debo por una letra vencida que no he podido pagar. Le suplico, mi bienhechor
amigo, me haga salir de aquí en seguida, porque puedo tener la desgracia de ver presentarse desde
mañana una nube de acreedores que me procesarán, lo que decidiría mi perdición. Evítela, se lo
suplico, salvando a mi inocente familia. Como extranjero no puede ser mi fiador, pero no tiene más
que decir una palabra a un dueño de casa de comercio y encontrará diez por uno. Si puede pasar por
donde me encuentro, venga y sabrá que si no hubiera firmado la letra, no hubiera podido dar el
último baile, porque tenía toda mi vajilla y mi porcelana empeñadas."
Furioso contra aquella imprudente, que tanto se había olvidado de mí, le escribí que no podía
sino compadecerla, que no tenía tiempo de ir a verla y que además me avergonzaba no conocer a
nadie que saliera fiador por ella.
Cuando el pequeño Cornelis partió, muy triste, dije a Clairmont que subiera a casa de Paulina y
le preguntara si me permitía pasar a saludarla. Me hizo decir que me presentara. Subí y hallé sobre
una mesa varios libros y sobre una cómoda algunos vestidos y ropas que revelaban necesidad.
—Estoy muy agradecida —me dijo— por las bondades que tiene conmigo,
—No hablemos de eso, señorita.
—¿Qué puedo hacer, señor, para demostrarle mi agradecimiento?
—Honrándome con su compañía en las horas de las comidas cuantas veces yo no tenga
invitados; porque cuando estoy solo, como demasiado aprisa y mi salud se ve afectada. Si no está
dispuesta, me perdonará que se lo haya pedido.
—Tendré el gusto, caballero, de comer con usted siempre que esté solo y me lo avise. Lo único
que me apena es no estar segura de que mi compañía pueda serle útil.
—Muy bien, señorita, le quedo muy reconocido y le prometo que no se arrepentirá. Haré lo
posible por agradarle y seré feliz sí lo consigo. Comeremos a la una.
No me senté ni miré los libros, ni aun le pregunté si había pasado bien la noche. Lo único que
advertí fue que cuando entré estaba pálida e intranquila, y que a mi salida, sus mejillas presentaban
el más vivo color.
Fui a pasearme por el parque, muy enamorado de aquella simpática criatura y decidido a cuanto
sacrificio hubiera para hacerme amar.
De vuelta a mi casa, Paulina bajó sin que la hiciese llamar.
Le pregunté por su salud, y me contestó:
—La naturaleza me ha dado una constitución buena. En mi vida he tenido la menor
indisposición, exceptuando algún mareo.
37. —¿Ha viajado, entonces, por mar?
—Ha sido necesario para venir a Inglaterra.
—Suponía yo que era inglesa.
—Y con fundamento, porque el inglés me es familiar desde la infancia.
Estábamos sentados en un sofá, y en una mesa que teníamos delante se encontraba un juego de
ajedrez; Paulina movía los peones y le pregunté si sabía jugarlo.
—No lo juego mal, según dicen.
—Yo lo juego muy poco, pero hagamos una partida; mi derrota la divertirá.
A la cuarta jugada me hizo jaque mate. Ella se rió y yo quedé admirado. Empezamos otra
partida y me dio mate a la quinta jugada. Mi convidada se echó a reir a carcajadas lo que me
permitió admirar el encanto de su franca alegría. Hicimos la tercera partida; Paulina se descuidó y la
puse en apuros.
—Creo que puede vencerme —dijo ella.
— ¡Qué fortuna sería para mí!
Avisaron que la mesa estaba servida. Las interrupciones son con frecuencia importunas. Ofrecí
mi brazo a la joven y nos dirigimos al comedor.
Apenas nos habíamos sentado a la mesa cuando mi criado me anunció la niña Cornelis con la
Rancour.
—Diga que estoy comiendo y que no saldré del comedor hasta dentro de tres horas.
Cuando salía Clairmont a dar mi respuesta, entró Sofía; se echó a mis brazos llorando y sin
poder hablar porque la ahogaban los sollozos.
La tomé en mis brazos y la senté sobre mis rodillas; enjugué sus lágrimas; la tranquilicé
diciéndole que sabía el motivo de su pena y que por ella haría lo que venía a solicitarme.
Pasando de la tristeza a la alegría, la muchacha me abrazó dándome el nombre de padre y
acabó por hacerme llorar.
—Come con nosotros, hija mía; esto me animará a complacerte.
Sofía se desprendió de mis brazos y corrió a abrazar a Paulina, que por explicable simpatía
lloraba también.
Mi hija me suplicó que mandase dar de comer a la Rancour, a quien la Cornelis había prohibido
subir.
Sofía nos encantó durante la comida. Me preguntó si Paulina era mi esposa, y habiéndole
contestado que sí, la cubrió de besos, llamándola su querida mamá.
A los postres saqué de mi cartera cuatro billetes de cincuenta libras esterlinas, se los di a Sofía
y le dije que podía regalárselos a su madre, pero el obsequio era para ella y no para su madre. "Con
ese dinero —añadí— podrá ir a dormir esta noche a su hermosa casa, donde tan mal me recibió."
— Lo siento en el alma, pero le ruego que se lo perdone.
38. —Se lo perdono por ti. Puedes decirle que me hará un gran favor cada vez que te permita venir
a comer o cenar conmigo.
Se fue Sofía y yo me quedé hablando con la que se había desempeñado en un improvisado
papel de esposa. La conversación prosiguió y sólo indirectamente estuvo referida a la profunda
simpatía que me había inspirado en tan poco tiempo. De buena gana hubiera yo pasado todo el día
con ella, pues raramente había encontrado una mujer de maneras tan afables; pero me pidió permiso
para retirarse a su habitación, y tuve que resignarme a quedarme solo.
Entonces experimenté una especie de vacío que me llenó de tristeza.
Al día siguiente, después de comer, hallándome a solas con Paulina, le agarré la mano, se la
besé y le dije:
—¿Está casada, Paulina?
—Sí.
—¿Conoce el amor maternal?
—No, pero no necesito esforzarme mucho para hacerme de él una idea exacta.
—¿Está entonces separada de su marido?
—Sí, contra nuestra voluntad. Nos separamos antes de que hubiésemos vivido juntos.
—¿Está en Londres?
—No; está muy lejos de aquí; pero, por favor, no hablemos más de esto.
—Dígame, al menos, si, cuando parta, será para ir a reunirse con su esposo.
—No saldré de esta isla sino para ir a ser feliz con mi querido esposo.
Hostigada por mis preguntas, Paulina concluyó por referirme toda su historia.
Era hija única del infortunado conde..., a quien Carvallo Aeyras (marqués de Pombal) hizo
morir en la cárcel, despues del atentado a la vida del rey, que fue atribuido a los jesuítas. El tirano
ministro portugués no se atrevió a confiscar los bienes de su víctima, pero la hija no podía
usufructuarlos sino volviendo a su patria. Puesta en la alternativa de huir o casarse con un hombre a
quien no amaba, huyó con el joven conde de..., su novio, de quien estaba muy enamorada. Habían
cambiado los trajes en el momento de embarcarse en Lisboa a bordo de un buque, cuyo capitán al
llegar a Inglaterra, recibió la orden de impedir que desembarcase la fugitiva y de volverse con ella a
la capital portuguesa. Por esta orden terminante, el novio, vestido de mujer, fue devuelto a su patria,
mientras la novia, gracias a su traje de hombre, pudo desembarcar sin más inconvenientes que la
falta de recursos y de su equipaje de mujer. Haciendo prodigios de economía, había conseguido
equiparse modestamente y vivir hasta aquel momento poco menos que en la miseria. Había escrito a
Aeyras que estaba dispuesta a volver a Lisboa, si Su Excelencia le aseguraba por escrito que le sería
permitido casarse públicamente con el esposo de su elección. Esperaba que la respuesta no se haría
esperar mucho tiempo y que sería satisfactoria, pues el novio era protegido del ministro, y éste
querría atenuar en parte lo terrible de la muerte del padre de la muchacha.
39. Viví entonces con Paulina en la mayor intimidad; pero a medida que aumentaba mi amor, más
me convencía de que mi huésped era invencible; y a medida que ella engordaba, yo enflaquecía
rápidamente.
Por fin me entregó su amor, su cuerpo y fuimos completamente felices durante seis semanas.
El 1° de agosto fue día fatal para los dos. Paulina recibió de Lisboa dos cartas que no le dejaban
otra alternativa más que regresar y yo recibí de París una que me anunciaba la muerte de la señora
de Urfé. Mi buena amiga la señora de Rumain me escribía, diciendo que los médicos habían
declarado que la marquesa se había envenenado involuntariamente con una fuerte dosis de un licor
que ella llamaba la panacea. Se había encontrado un testamento según el cual dejaba toda su
fortuna al primer hijo o hija que nacería de ella y de que se declaraba encinta. Me había instituido
tutor del recién nacido, lo cual mucho lamentaba porque aquella historia era tal que iba a hacer reír
a todo París durante una semana. Su hija, la condesa de Chátelet, se había apoderado de todos los
inmuebles y de su caja fuerte que contenía cuatrocientos mil francos. Concentré mi dolor y mi
arrepentimiento en el interés que me inspiraba Paulina. El ministro le enviaba una letra de dos mil
libras esterlinas y la promesa de que, a su regreso, se le entregarían sus bienes y se le permitiría
casarse públicamente con su prometido.
Consintió en que Clairmont la acompañase hasta Madrid, donde este buen criado había de
dejarla para volver a Londres; pero estaba escrito que no la volvería a ver.
Yo la acompañé hasta Calais, donde nuestra separación fue muy parecida a la que, quince años
antes, me fue tan dolorosa en Ginebra al despedirme de Enriqueta.
Las olvidé porque todo se olvida; pero al acordarme de ellas, hallo más profunda la impresión
que me causó Enriqueta, y esto, sin duda, porque yo entonces tenía veintidós años, mientras que
tenía treinta y siete en Londres. Con la edad nuestras facultades se hacen menos receptivas.
De regreso a Londres, Jarbe me atendió. Este Jarbe era un buen muchacho que había tomado a
mi servicio mientras durase la ausencia de Clairmont.
El día siguiente, en el momento de entrar en mi cuarto, me sorprendió con una candidez que
acabó por hacerme reír:
—Señorito —me dijo— la vieja me ha encargado que le pregunte si quiere que vuelva a poner
el letrero a la puerta.
—¡La miserable! ¿Quiere, acaso que la estrangule de rabia?
— No, señor; si lo quiere mucho, y al verlo tan triste, ha pensado...
—Ve a decirle que no vuelva a tener semejantes pensamientos.
40. CAPITULO VIII
del tomo 9
Aconsejado por lord Keith, que yo había conocido en Londres, escribí una carta al rey de
Prusia, solicitando el honor de presentarme a él en el sitio y a la hora que Su Majestad me
designase.
Dos días después, recibí una carta firmada por Federico, en la cual se confirmaba la recepción
de la mía, y se me indicaba que el rey se hallaría a las cuatro de la tarde en el jardín de su castillo de
Sans-Souci.
Acudí una hora antes a la cita, simplemente vestido de negro. Entré en el patio del palacio; no
viendo a nadie, ni siquiera un centinela, subí una escalerilla y abrí una puerta. Me encontré en una
galería de cuadros. El guarda se me acercó ofreciéndose acompañarme.
—No vengo —le dije— para admirar obras de pintura sino para hablar con el rey, que me ha
escrito citándome en el jardín.
—Se halla actualmente en su pequeño auditorio, donde toca la flauta: es su alegría de cada día.
¿Le señaló hora?
—A las cuatro, pero tal vez se habrá olvidado.
—El rey no olvida nunca; será puntual y le aconsejo que lo aguarde en el jardín.
Hacía un momento que yo había bajado, cuando le vi venir con su lector y una hermosa perrita.
Al verme, se acercó, y quitándose su viejo sombrero y nombrándome, me preguntó con un tono
espantoso qué quería.
Sorprendido de esta actitud me quedé mudo, mirándole sin contestar.
— ¡Y bien!, hable ¿No es usted el que me ha escrito?
—Sí señor, pero ahora no me acuerdo de nada. Creí que la majestad de un soberano no me
deslumbraría, pero no me volverá a suceder. Lord Marshall hubiera debido prevenirme.
—¿Lo conoce? Vamos paseando. ¿De qué quería hablarme? ¿Qué le parece este jardín?
—Magnífico.
—Pero los jardines de Versalles son mucho más hermosos.
—Lo admito, pero es sobre todo a causa de las fuentes de aguas.
—Es verdad, pero no es culpa mía; aquí no hay agua. He gastado inútilmente más de
trescientos mil escudos para obtenerla.
— ¡Trescientos mil escudos! Si Su Majestad los hubiese gastado de una sola vez, las aguas
debieran estar aquí.
— ¡Ah!, veo que es arquitecto hidráulico.
¿Había que decirle que se engañaba? Temí disgustarle y bajé la cabeza. Ni afirmaba ni negaba.
Siguiendo con nuestro paseo, el rey me preguntó cuáles eran las fuerzas de Venecia de mar y
tierra, en tiempo de guerra.
—Veinte navios de alta mar, y numerosas galeras.
41. —¿Y en cuanto a tropas?
—Setenta mil hombres, todos súbditos de la República, sin reclutar más que un hombre por
aldea.
—Eso no es verdad. ¿Quiere hacerme reír contándome fábulas? Pero sin duda es financista.
Dígame lo que piensa del impuesto.
Era la primera conversación que yo tenía con un rey. Reflexionando rápidamente sobre su
estilo, sus salidas, sus cambios rápidos, me creí llamado a representar una escena de commedia
dell'arte. Dándome aires de financista, contesté al monarca que podría hablarle de la teoría del
impuesto.
—Eso quiero yo, pues la práctica es tarea mía.
—Hay tres especies de impuestos con relación a las consecuencias: la una es ruinosa, la otra es
desgraciadamente necesaria, y la tercera es siempre excelente.
—Bueno, adelante.
—El impuesto ruinoso, es el real; el necesario es el militar, el excelente es el popular.
Necesitaba desorientarlo, pues no habiendo recapacitado mi asunto, improvisaba mis palabras;
sin embargo, debía evitar caer en el absurdo.
—El impuesto real —añadí— es el que agota los bolsillos de los súbditos para llenar las arcas
del soberano.
—¿Y este impuesto, siempre es ruinoso?
—Siempre, porque perjudica a la circulación, nervio del comercio y sostén del Estado.
—¿Pero estima necesario el que sirve a las armas?
—Desgraciadamente necesario, pues la guerra es una desgracia.
—Es posible. ¿Y el popular?
—Es siempre excelente, pues el rey toma el dinero de los súbditos con una mano y se lo
devuelve con la otra, dándole un uso de utilidad pública y fundando establecimientos necesarios,
protegiendo las ciencias y las artes que contribuyen a devolver el numerario al cuerpo social; en fin,
el rey aumenta el bienestar general por medio de los reglamentos que le dicta su saber, para dirigir
el empleo de este impuesto de la manera más provechosa para las masas.
—Algo hay de verdad en todo eso. ¿Conoce a Casalbigi?
—Por fuerza, pues hace siete años fundamos juntos en París la lotería.
—¿Y en qué clase ubica ese impuesto? Porque no me negará que lo es.
—Lo es, en efecto, y muy importante. Es de una buena clase cuando el rey aplica sus
beneficios a gastos útiles.
—Pero el rey puede perder.
—Una vez sobre cincuenta.
—¿Es el resultado de un cálculo seguro?
42. —Seguro, como todos los cálculos políticos. A menudo son erróneos.
—No lo son nunca, cuando Dios es neutral.
—¿Qué tiene que ver Dios con eso?
—Pues el destino, o la casualidad.
—Eso sí. Es posible que yo piense como usted sobre el cálculo moral, pero no me gusta su
lotería de Génova. Me parece un engaño, y no me serviría de ella aun cuando tuviese la seguridad
de no perder nunca.
—Su Majestad piensa muy bien. El pueblo ignorante no jugaría sino impulsado por una
confianza engañadora.
Después de este diálogo descosido, trató de apurarme un poco, pero no me quedé corto. Cerca
de un peristilo de doble cintura, se me paró delante, me miró de arriba abajo, y después de un
instante de silencio, me dijo:
—¿Se da cuenta de su gallardía?
—¿Es posible que después de una larga disertación científica Su Majestad pueda observar en
mí la menor de las cualidades que ostentan sus granaderos?
El rey se sonrió maliciosamente, pero con gracia y cierta bondad y me dijo:
—Puesto que el general Keith lo conoce, le hablaré de usted.
Esto dicho, se quitó el sombrero y me saludó. Yo me alejé haciéndole una profunda reverencia.
Tres o cuatro días después, lord Marshall, por otro nombre general Keith, me dio la agradable
noticia de que yo había caído en gracia al rey, y me dijo que Su Majestad pensaba utilizar de algún
modo mis servicios.
Casalbigi anunció que la lotería continuaba por su cuenta, y la fortuna se asoció a su audacia.
El primer sorteo le dejó una ganancia de unos cien mil escudos. Después de esta afortunada
operación le fue fácil hallar fiadores por un millón dividido en mil acciones, y la lotería funcionó
dos o tres años sin ningún contratiempo. Sin embargo, Casalbigi concluyó por quebrar y murió
bastante pobre en Italia. En el teatro de la Opera bailaba la célebre Denis, que yo había conocido en
Venecia, cuando ella tenía ocho años y yo unos doce. Recordándole toda una época de su vida,
desperté en ella el más amoroso interés, y tuvimos íntimas relaciones hasta que me marché de
Berlín. Con ella fui a Postdam, donde vi todo lo que merecía ser visto.
Hacía cinco o seis semanas que yo había tenido mi singular conversación con el rey, cuando
lord Marshall me anunció que Su Majestad me concedía un puesto de gobernador en un nuevo
cuerpo de cadetes nobles que acababa de crear. El número fijo era de quince, y quería darles cinco
gobernadores; cada uno había de tener tres alumnos, con seiscientos escudos de sueldo y la mesa de
los cadetes. Los deberes de los gobernadores consistían en seguir o acompañar por todas partes a
sus alumnos, hasta en la Corte, vistiendo casaca galoneada. Yo había de decidirme en seguida,
porque los otros cuatro ya estaban instalados, y a Su Majestad no le gustaba esperar. Pregunté a lord
Keith dónde estaba el colegio, y le prometí una respuesta para el día siguiente.
Necesité mucha sangre fría para contener la risa al escuchar aquella extravagante proposición.
Pero mi sorpresa fue aun mayor cuando vi la habitación destinada a los quince gentilhombres de la
43. rica Pomerania; tres o cuatro grandes salas, casi sin muebles, varios cuartos blanqueados con cal,
con una miserable cama muy pequeña, una mesa de pino y dos sillas de la misma madera; los
cadetes, de doce a trece años, sucios, desgreñados, aprisionados en un mezquino uniforme que
destacaba su rústico aspecto, se confundían con los cuatro gobernadores, que yo tomé por sus
criados y que me miraban con cierta estupidez, no atreviéndose a pensar que yo fuese el colega que
se les destinaba.
En el momento en que iba a despedirme de aquellos infelices, uno de los gobernadores se
asomó a la ventana y exclamó:
— ¡Ahí viene el rey a caballo!
Me era imposible evitarlo.
Su Majestad subió con su amigo Icilius, lo examinó todo, me vio y no me dijo nada. Yo llevaba
la brillante cruz de mi orden y una elegante casaca de tafetán. Tuve que morderme los labios para
no soltar la carcajada, cuando vi al gran Federico ponerse furioso al ver la punta de una bacinilla
que asomaba por debajo de la cama y ofrecía aun los vestigios de cierta porquería.
—¿De quién es esa cama? —gritó el monarca.
—Mía, señor, —dijo un cadete temblando.
—Bueno, pero no es usted con quien quiero hablar. ¿Dónde está su gobernador?
Este se presentó y Su Majestad le recriminó su incompetencia a los gritos.
Aquella repugnante escena me bastó; me alejé disimuladamente y me fui a casa de lord
Marshall, impaciente por agradecerle.
El buen anciano se rió mucho cuando le conté detalladamente la escena que acababa de
presenciar. Se encargó de presentar al rey mis excusas y mi negativa.
Resuelto a irme a Rusia, empecé a hacer mis preparativos. El barón Treidel me animó
prometiendo recomendarme a su hermana, la duquesa de Courlande. Escribí al señor de Bragadino
pidiéndole una recomendación para que un banquero de San Petersburgo me entregase cada mes la
cantidad que me fuese necesaria para vivir cómodamente.
El barón Bodissón, veneciano, que quería vender al rey un cuadro de Andrea del Sarto, me
propuso que lo acompañara a Postdam, y me dieron ganas de presentarme otra vez al monarca,
como me lo había aconsejado lord Keith. Una vez en Postdam, fui a ver la parada militar a la que
Federico no faltaba casi nunca. Al verme, se me acercó y me preguntó familiarmente cuando
contaba partir para San Petersburgo.
—Dentro de cinco o seis días, si Su Majestad me lo permite.
—Feliz viaje; pero, ¿qué espera en aquel país?
—Lo que esperaba en éste; ser agradable al soberano.
—¿Va recomendado a la emperatriz?
—No, señor, a un banquero solamente.
—A decir verdad, eso es mucho mejor. Si vuelve a pasar por aquí, tenga la gentileza de darme
noticias de aquel país. Adiós.
44. —Adiós, señor.
Tal fue la segunda y última conversación que tuve con aquel gran rey, a quien no volví a ver.
Después de haberme despedido de mis amigos, y haber recibido del barón Treidel una carta
para el señor de Kaiserling, gran canciller en Mittau, con otra adentro para su hermana la duquesa
de Courlande, pasé mi última noche con la tierna Denis, que me compró mi silla de posta, y partí
con doscientos ducados en el bolsillo. Esta cantidad me hubiera bastado para todo el viaje, si no
hubiese cometido la locura de una noche de jolgorio en Dantzig con varios jóvenes comerciantes.
Eso me impidió pasar unos cuantos días en Koenigsberg, donde iba recomendado al feld-mariscal
de Lehwald, que estaba allí como gobernador. Sólo pasé allí un día para tener el gusto de comer con
aquel amable anciano, que me dio una carta para su leal amigo el general Woiakoff, gobernador de
Riga.
Considerándome bastante rico para llegar a Mittau a lo gran señor, tomé un coche de cuatro
asientos y seis caballos, y a los tres días llegué a Memel.
Un día después de haber salido de Memel, un hombre solo, en pleno campo, vino a decirme
que me encontraba en tierra de Polonia, y que había de pagar un derecho de tránsito por la
mercadería que pudiese llevar.
—No soy mercader —le dije— y nada tengo que pagar.
—Estoy autorizado para registrarlo y quiero usar de mi derecho.
—Está loco —le grité.Y di orden al cochero de seguir andando. Pero el hombre, que era judío,
agarró a los primeros caballos de la brida. El postillón, lejos de rechazarlo a latigazos, aguardó con
su flema tudesca que yo bajase. Salté furioso, y con mi bastón en una mano y una pistola en la otra,
obligué al judío a huir, no sin que le arrimase antes cinco o seis palos.
Dos días después llegué a Mittau y me hospedé en la posada que había frente al palacio. Sólo
me quedaban tres ducados en el bolsillo.
Al día siguiente, por la mañana, me presenté en casa del señor de Kaiserling, quien, después de
haber leído la carta del barón de Treidel, me presentó a su esposa y me dejó con ella para ir a la
corte y entregar a la duquesa la carta de su hermano.
La señora de Kaiserling me hizo servir una taza de chocolate por una joven polonesa de
magnífica hermosura, que permaneció delante de mí, con los ojos bajos, como queriéndome dejar
en la libertad de contemplarla. Entonces se me ocurrió una idea, un capricho curioso, saqué con
disimulo de mi bolsillo los tres ducados que me quedaban y los puse en la bandeja al mismo tiempo
que la taza.
Volvió el canciller y me anunció que la duquesa no podía recibirme en aquel momento, pero
que me invitaba a cenar y al baile que daba aquella misma noche.
Acepté la cena y rehusé el baile, con el pretexto que no llevaba más que trajes de verano y una
casaca negra. Era a principios de octubre, y el frío ya se dejaba sentir. El canciller regresó a la corte
y yo a la posada.
Media hora después, vino un chambelán a saludarme de parte de Su Alteza, y anunciarme que
el baile sería de máscaras.
45. —Fácilmente ha de hallar un dominó en casa de un judío. El baile iba a ser de trajes, pero la
duquesa hizo avisar a todos los convidados que sería de máscaras, porque un extranjero que asistiría
no había recibido aun todo su equipaje.
—Siento haber motivado ese cambio.
—No se disculpe, porque como el baile de máscaras es más libre, gusta más a todo el mundo.
Después de haberme indicado la hora, se marchó.
Como la moneda prusiana, la peor de Alemania, no se cotiza en Rusia, se me presentó un judío
a preguntarme si tenía federicos de oro, para cambiármelos por ducados sin perder yo en el cambio.
—No tengo más que ducados —le dije— de modo que no puedo aceptar su oferta.
—Lo sé, caballero, y los da por poca cosa.
No comprendiendo lo que quería decir, lo miré fijamente; entonces agregó que me daría
gustoso doscientos ducados si yo tenía la gentileza de hacérselos descontar en rublos sobre San
Petersburgo. Algo sorprendido de la confianza de aquel hombre, pero simulando reflexionar, le dije
que no necesitaba, pero que, para complacerle, le tomaría cien. Me los contó en el acto con aire de
agradecimiento, y le entregué una letra contra el banquero Demetrio Papanelopoulo, para el cual yo
llevaba una carta. El judío se fue, y me dijo que iba a mandarme unos cuantos dominós para que
pudiese escoger uno a mi gusto. Acordándome en aquel instante de que también necesitaba medias
de seda, le dije que me trajese unos pares.
El criado que me servía me dijo que el posadero le había contado que yo tiraba el dinero por la
ventana; al judío le había dicho que yo había dado tres ducados a la criada de la señora Kaiserling,
que no había hecho más que servirme una taza de chocolate.
Ya estaba descubierto el enigma; y he aquí cómo nada es fácil ni difícil en el mundo, según se
hacen bien o mal las cosas, o nos es favorable o adversa la fortuna.
Habiendo ido a la corte a la hora indicada, el señor de Kaiserling me presentó en seguida a la
duquesa, y ésta al duque, que era el célebre Biron o Birlen, antiguo favorito de la emperatriz Ana
Iwanowa, regente de Rusia después de la muerte de esta soberana y condenado luego a pasar veinte
años en la célebre Siberia.
Un cuarto de hora después de mi llegada, se inició el baile con una polonesa. Como extranjero
recomendado, la duquesa me hizo bailar con ella.
Después de una contradanza que bailé con la señora de Manteuffel, la más hermosa de las
cuatro damas de honor de la duquesa, Su Alteza me hizo avisar que la cena estaba servida. Le ofrecí
mi brazo y me hallé sentado al lado de ella, a una mesa de doce cubiertos, donde no había más
hombres que yo. Pero no envidies mi suerte, lector, ¡mis once compañeras eran viejas todas!
Después de la cena, volvimos al baile, y el chambelán que me había traído la invitación, me dio
a conocer a todas las mujeres pero no tuve tiempo de hacer la corte a nadie.
Al día siguiente, comí en casa del señor de Kaiserling; al otro día en casa del duque, donde no
hallé más que hombres.
El duque quiso hacerme conducir a Riga en uno de sus coches, y me entregó una carta para el
príncipe Carlos, su hijo, que se hallaba en aquel lugar, en la guarnición. Como recompensa de un
46. informe que le había escrito sobre explotación de minas, que era la principal riqueza del país, me
dio un billete de cuatrocientos albertsthalers, que su cajero me entregó en ducados.
Partí contento y llegé a Riga a las doce del día. Inmediatamente envié al príncipe Carlos la
carta de su padre que yo llevaba.
El príncipe me recibió con mucha distinción. Puso a mi disposición su mesa, su sociedad, sus
placeres, sus caballos, sus consejos y su bolsillo, todo con noble franqueza militar.
—No le ofrezco casa —añadió— porque no vivo muy cómodo pero encontrará alojamiento.
Apenas instalado, el general vino a verme y me obligó a ir a comer con él tal como me
encontraba. En la mesa me encontré con un antiguo conocido y paisano, el célebre bailarín
Campioni, hombre de talento y de mucha gracia; con el barón de Santa Elena, vividor, cargado de
deudas; con su mujer, bonita, pero insignificante, y con la querida del príncipe, flaca, pálida y
melancólica.
El príncipe también estaba cargado de deudas porque era jugador y perdedor, y su amante le
costaba mucho dinero y muchísima paciencia, a causa de su carácter caprichoso, descontentadizo y
agrio.
El príncipe había prometido casarse a los dos años, y transcurrido este tiempo, ella le negaba
sus favores, por temor de agregar un hijo a los dos que de él ya tenía.
El príncipe dio una comida de ceremonia al general en jefe Woiakoff, para quien yo llevaba
una carta del general Lehwald; a la baronesa Korff de Mittau, a la señora Ittinoff y a una hermosa
joven que iba a casarse con el barón de Budberg, que yo había conocido en Florencia, en Turín y en
Augsburgo.
Toda aquella gente me hizo pasar tres semanas muy agradables, y quedé sobre todo muy
agradecido a las atenciones del general Woiakoff.
Una noche en que Campioni jugaba en casa del príncipe por cuenta de éste, vino un ruso y
perdió bajo palabra veinte mil rublos. Firmó papeles por esa cantidad, mas yo desconfiaba de su
buena fe. Llevando una cierta parte en la banca, dije que cedería mi parte por cien rublos; el
príncipe me tomó la palabra y me entregó en el acto dicha cantidad. De este modo fui el único que
salió ganando, porque el ruso produjo un escándalo en San Petersburgo, declarando nulos sus
pagarés ante el tribunal de comercio, y fue causa de que se prohibiera el juego aun en el alojamiento
de los oficiales superiores. Catalina II, deseando mostrarse a los nuevos Estados de que era
soberana, a pesar de haber puesto en el trono de Polonia un títere de rey cuando eligió a Estanislao
Poniatowski, su antiguo favorito, pasó por Riga, y allí fue donde vi por primera vez a aquella gran
princesa. Presencié la afabilidad y gracia con que recibió los homenajes de la nobleza livoniense, y
los besos en la boca que dio a todas las nobles señoritas que se acercaron a ella para besarle la
mano. Iba rodeada de los Orloff y de algunos otros señores que se habían encontrado al frente de la
vieja conspiración. Para obsequiar a sus fieles servidores, la emperatriz les dijo sonriéndose que
quería cederles una banca de faraón de diez mil rublos.
En un instante, mesa y barajas estuvieron preparadas, y se colocaron pilas de oro en círculo.
Ella agarró la baraja, simuló barajar e hizo cortar a uno cualquiera. Tuvo el gusto de verse
47. desbancar a la primera talla, y esto tenía que suceder, proque a menos de ser tontos, los puntos
habían de saber la carta que seguía.
Al día siguiente, la soberana partió para Mittau, donde la recibieron con arcos de triunfo de
flores.
Dos días después, la sorpresa fue grande, pues llegó la noticia de que una revolución estaba a
punto de estallar en San Petersburgo. Habían querido sacar por medio de la fuerza, de la ciudadela
donde estaba preso, al infeliz Iwan Iwanowitz, que había sido proclamado emperador en la cuna, y
que Isabel Petrowna había destronado. Dos oficiales, a quienes estaba confiada la guardia del
infortunado príncipe, lo mataron, cuando vieron que no tenían bastante fuerzas para impedir que les
fuese arrebatado.
El asesinato de la inocente víctima produjo tal sensación en la opinión pública que el prudente
Panine, temiendo la efervescencia suscitada por el hecho, envió correo tras correo, suplicando a la
emperatriz Catalina que volviese para dejarse ver en medio del pueblo. Esto obligó a la zarina a
salir de Mittau veinticuatro horas después de su llegada; en vez de continuar su paseo hasta
Varsovia, volvióse en seguida a San Petersburgo, donde halló ya todo en el estado más normal. La
política hizo gratificar a los asesinos del desgraciado Iwan, y mandó cortar la cabeza al audaz que
había intentado el golpe con la esperanza de obtener beneficios.
Se hizo correr la voz de que Catalina estaba de acuerdo con los asesinos, pero no tardó en
descubrirse que esta suposición era una calumnia. La zarina era de carácter fuerte, pero no pérfida
ni cruel. Cuando la vi en Riga, tenía treinta y cinco años y hacía dos que reinaba. Sin ser hermosa,
era agradable, alta, bien formada, afable, calmosa y tranquila.
Partí de Riga el día 15 de diciembre, con un frío de 15 grados bajo cero; pero me libré de él no
saliendo de mi coche en las sesenta horas que duró mi viaje. Para esto había pagado en Riga todos
los relevos hasta San Petersburgo, y el mariscal Braun, gobernador de Livonia, me había hecho
entregar el pase de postas. En el pescante iba un criado francés, que se avino a servirme durante el
viaje, sin más salario que un puesto al lado del cochero. Cumplió su promesa; me sirvió bien, y a
pesar de ir mal vestido, soportó aquel frío terrible durante dos días y tres noches sin aparentemente
sentirlo.
De Koporie a San Petersburgo no hay más que una sola cama en una casita de mala muerte, que
no es la posta. El país está desierto, y ni siquiera se habla el ruso. Es Ingria, cuyo dialecto no tiene,
según creo, ninguna relación con otra lengua. Los campesinos de aquella comarca son ladrones de
oficio, pues roban todo lo que pueden a los viajeros que pierden en un instante sus equipajes.
Llegué a San Petersburgo en el momento en que los primeros rayos del sol aparecían por el
horizonte. Como nos encontrábamos en el solsticio de invierno y vi salir el sol al extremo de una
inmensa planicie a las nueve y veinticuatro minutos, puedo asegurar que la noche más larga de
aquel clima es de dieciocho horas y tres cuartos.
Fui a vivir en una calle ancha y hermosa que denominan Millona. Me dieron por poco precio
dos buenos cuartos, absolutamente vacíos, pero en los cuales pusieron dos camas, cuatro sillas y dos
mesitas. Viendo unas estufas descomunales, creí que se necesitaba una enorme cantidad de leña
para calentarlas pero me equivocaba. Sólo en Rusia conocen el arte de construir estufas, como en
48. Venecia el de construir cisternas. Es admirable la manera como se distribuye el calor. Las estufas
sólo se calientan una vez en veinticuatro horas, porque se cierra una válvula superior tan pronto
como la leña está totalmente encendida.
Sólo en casa de los ricos se encienden dos veces, porque a los criados les está severamente
prohibido cerrar la válvula, y evitar así que se consuma la leña.
Compré algunos muebles que me eran indispensables y que entonces no estaban muy en uso en
Rusia.
La lengua de San Petersburgo, excepto entre el bajo pueblo, era la alemana, y entonces yo no la
hablaba mejor que ahora. Me explicaba, pues, con bastante dificultad, y siempre hacía reir a los que
me oían. Es la costumbre del país, y confieso que me costó trabajo acostumbrarme a ella.
Aquel mismo día había baile de máscaras, en la corte, para cinco mil personas, y el baile
duraba sesenta horas. Mi casero me dio un billete, y como aun tenía yo el dominó de que me había
servido en Mittau, sólo tuve que comprar una careta.
Me hice llevar a la corte en silla de manos y encontré un gran gentío, que bailaba en varios
salones donde tocaban diferentes orquestas. Llegué a vastos servicios de comedor, llenos de
comestibles y licores. Todo el que tenía apetito o sed, comía o bebía a su antojo. La alegría y la
libertad se imponían en todas partes, y la luz de las bujías difundía la más viva claridad. Todo
aquello me pareció magnífico, por no decir admirable. De pronto una máscara dijo a otra que estaba
a mi lado: "¡La zarina! No tardaremos en ver a Gregorio Orloff, pues tiene orden de seguirla a cierta
distancia, y viste un dominó que vale lo menos mil copecks, como el de Catalina."
Seguí aquella máscara y no tardé en convencerme de que era la soberana, pues veinte máscaras
lo repetían a derecha e izquierda, aunque nadie aparentaba conocerla. Los que realmente no la
conocían, la empujaban al cruzar por entre el gentío, y ella debía alegrarse de ver que no era
conocida. La vi sentarse varias veces al lado de personas que hablaban ruso y que quizá eran
servidores de ella. Vi siempre a cierta distancia la máscara a quien habían llamado Orloff y que no
la perdía un momento de vista. A pesar de su disfraz, todo el mundo lo conocía, por su elevada
estatura y su manera de llevar la cabeza hacia adelante.
Habiendo entrado en un salón donde se bailaba la contradanza francesa, me llamó la atención la
voz de una máscara que, rodeada de otras máscaras, hablaba parisiense, con voz falsete, al estilo del
baile de la Opera. Tuve la paciencia de seguirla durante una hora, esperando que se quitase un
momento la careta. Así lo hizo, por fin, y júzguese cuál sería mi sorpresa al encontrarme frente a la
Baret, aquella linda tendera de medias de seda de la esquina de la calle de Saint-Honoré. De
inmediato despertó mi amor; me acerco y digo en falsete que soy su amigo del hotel d'Elbeuf.
Quedó sorprendida. Entonces le dije al oído: Gilbert Baret, rue des Prouvaires, y otras cosas
que sólo ella y un amante podían saber.
Viendo que conocía su vida íntima, deja a todo el mundo, se toma de mi brazo para pasearse y
me suplica que le diga quién soy.
—Soy aquel hombre a quien hiciste feliz en otra época; pero antes de que le diga más, dígame
con quién está aquí y cómo es que ha venido.
49. —Le pido que no diga a nadie lo que sabe de mí. Me fui de París con el señor de Anglada,
consejero del parlamento de Rouen. Después de haber vivido feliz algún tiempo con él, lo dejé para
seguir a un empresario de ópera cómica que me trajo aquí utilizando el nombre de Anglada como
actriz. Mientras estoy con el conde Rzewuski, embajador de Polonia. Ahora que lo sabe todo
dígame quién es.
Seguro de enamorarla de nuevo, me levanté la careta. Loca de alegría me apretó las manos y
me dijo:
—Mi ángel bueno lo ha traído aquí.
—¿Y eso?
—Como Rzewuski está obligado a volverse a Polonia, sólo podré confiarme en ti para poder
irme de Rusia, donde me aburro, obligada como estoy a desempeñar un oficio para el cual no nací:
no sé cantar ni representar comedias.
Me dio su dirección y nos separamos.
Después de haber pasado media hora arrimado a una mesa, donde comí manjares bastante
buenos y bebí vinos de Francia, di otra vuelta por entre el gentío y me fui a la cama al amanecer.
Después de haber dormido bien, abrí los ojos; pero no viendo luz, me volví del otro lado y
volví a dormirme. Habiéndome despertado por segunda vez, vi un poco de claridad al través de mis
dobles ventanas, me levanté y mandé buscar un peluquero, diciendo al criado que se apurara, por-
que yo quería ir a misa el primer domingo de mi permanencia en San Petersburgo.
—Pero, señorito, el primer domingo era ayer; hoy es lunes.
— ¡Cómo!, ¿lunes?
—Sí, señor.
Había dormido veintisiete horas.
Es el único día que puedo contar como realmente perdido en mi vida, y no lo lloro como el
emperador romano; pero no es éste el único punto de diferencia que existe entre Tito y yo. Me fui a
ver a Demetrio Papanelopoulo, comerciante griego, en casa de quien yo tenía crédito de cien rublos
mensuales. Me recibió perfectamente, y me pidió que fuese a comer con él todos los días; me pagó
el mes vencido, me dijo que había aceptado mi letra de Mittau, y me encontró un criado del que
respondió y un coche por dieciocho rublos al mes, lo que equivale a un poco más de seis ducados,
baratura que hoy ya no existe.
Al día siguiente llevé una carta de recomendación al señor Pietro Iwanowitch Melissino, quien
me recibió con atención, me presentó a su esposa y me invitó para cenar siempre en su casa. Vivían
a la francesa; se jugaba y cenaba alternativamente. Allí conocí a su hermano mayor, procurador del
sínodo, y casado con una princesa Dolgorouk. Llevaba la banca el barón Lefort, hijo del célebre
almirante Pedro Le Grand. Yo jugué la primera noche y gané unos cuantos rublos.
Intimé bastante con el barón Lefort. Hablando un día del juego, elogié la noble indiferencia con
que cierto príncipe había perdido contra él mil rublos. El barón se echó a reir y me dijo que el gran
jugador cuyo desinterés yo tanto admiraba, jugaba a crédito y no pagaba.
—¿Y el honor?
50. —Los rusos tienen su honor en otro lado, y aquí nadie se deshonra no pagando las deudas de
juego. Por lo demás, en toda Rusia se juega con mayor deshonestidad que en los más sospechosos
garitos de los demás países. Conozco a muchos jóvenes de la primera nobleza que se envanecen de
saber trampear. Un tal Matuschkin acaba de obtener el permiso de viajar tres años por el extranjero;
dice públicamente que va a demostrar su habilidad en hacer trampas en el juego. Y volverá a Rusia
enriquecido con los despojos de sus víctimas.
Papanelopoulo me hizo conocer al ministro Alsuwieff, hombre de talento y único literato que
conocí en Rusia. El me presentó a su colega Teploff, secretario de gabinete, el que había
estrangulado a Pedro III.
La bailarina Mécour, a quien yo había entregado una carta de Santina, me presentó a su amante,
el tercer secretario de gabinete, Ghelaghin, que había pasado veinte años desterrado en Siberia.
Cada día extendía el círculo de mis relaciones, tanto en la esfera aristocrática como en la de
todos los que se relacionaban con el teatro. En casa del castrato Luini conocí a su colega Millico, y
en casa de éste a Nerischkin, esposo de la célebre María Paulowna. En la mesa de este último
conocí a Platón, hoy arzobispo de Novgorod y entonces predicador de la emperatriz. Este fraile
astuto hablaba el griego, el latín y el francés; además era gracioso y buen mozo, condiciones todas
para hacer fortuna en un país donde la nobleza no ha querido nunca rebajarse al nivel de aspirar a
las dignidades eclesiásticas.
Llevando una carta para la princesa Doschkoff, se la llevé a tres leguas de San Petersburgo, a
una casa de campo donde vivía desterrada, porque después de haber ayudado a la emperatriz a subir
al trono, había pretendido compartirlo con ella. La encontré de luto a causa de la muerte de su
marido. Me recibió gentilmente y prometió hablar de mí al señor Panine. Tres días después me
escribió diciéndome que podía presentarme a este señor cuando quisiese. Aquello me hizo ver a la
emperatriz según la figura de un verdadero hombre de Estado. Ella había destituido a la princesa,
pero no impedía a un ministro favorito que fuese a verla todas las noches. Oí decir a personas
dignas de ser creídas que el conde Panine no era el amante, sino el padre de la princesa Doschkoff,
que es actualmente presidenta de la academia de ciencias, y sin duda los sabios han debido
considerarla como una nueva Minerva, porque, de lo contrario, se avergonzarían de tener una mujer
al frente.
Asistí con Melissino a un acto extraordinario, el día de la Epifanía: era la bendición de las
aguas sobre el Neva, cubierto entonces de cinco pies de hielo.
Después de haber bendecido las aguas, se bautiza a los niños por inmersión, metiéndolos en un
gran agujero hecho en el hielo. Sucedió ese mismo día que al pope se le escapó un niño en el
momento de la inmersión.
— ¡Drugoi! —exclamó.
Es decir: venga otro. Pero imaginen cuál sería mi sorpresa cuando vi al padre y a la madre
locos de alegría. Estaban seguros de que su hijo había volado al cielo. ¡Dichosa ignorancia!
El embajador de Polonia se marchó a su país, y tuve que interrumpir mis amores con la bella
Anglada, la cual aceptó una proposición ventajosa del conde Braun y marchó con él. Esta linda
francesa murió de viruelas meses después.
51. Hallándome en una partida de campo con el oficial de guardias Zinowieff, el mismo que estuvo
veinte años en Madrid como ministro de la emperatriz, echamos a correr detrás de una linda
campesina que se refugió en su casa. Entramos detrás de ella y vimos a su padre y a su madre
rodeados de niños, y a la muchacha acurrucada en un rincón.
Zinowieff habló largo rato con el padre en ruso, que yo no entendía. La muchacha se adelantó
sumisa a la orden de su padre, y permaneció delante de nosotros con los ojos hacia el suelo.
Después de haber salido, el oficial me relató todo, diciendo que había pedido la muchacha para
criada, y que el padre había contestado que no deseaba otra cosa, pero que quería cien rublos,
porque la jovencita era virgen.
—¿Y si yo estuviese dispuesto a darlos? —le dije.
—Sería su criada, y podría hacer de ella lo que le diese la gana, excepto matarla.
—¿Y si ella no quisiese?
—Eso no sucede nunca; pero en tal caso podría recurrir a una paliza.
—Supongamos que esté contenta; y si después de haber gozado de ella, la encuentro a mi
gusto, ¿puedo guardarla?
—Usted es dueño absoluto de ella; y puede denunciarla si se escapa, a menos que le devuelva
los cien rublos.
—¿Cuánto tendría que darle cada mes?
—Nada; mantenerla y dejarla ir a la ceremonia del baño el sábado, para que pueda ir a la iglesia
el domingo.
—¿Y cuando me vaya de San Petesburgo podré obligarla a que me siga?
—No, sino mediante permiso y fianza, porque ante todo es sierva de la emperatriz.
—Bien; ¿quiere usted encargarse de este asunto? Daré los cien rublos y me la llevaré.
—De todo me encargo.
Volvimos a la casita de campo, donde encontramos al padre, a la madre y a la hija. Zinowieff
les explicó la cosa según el estilo del país; el padre dio las gracias a San Nicolás por tan buena
fortuna, dirigió la palabra a su hija, ésta me miró y pronunció suavemente el sí, que yo entendí.
Zinowieff me dijo entonces que yo había de verificar de que estaba intacta. Temiendo
ofenderla, me negué a todo examen.
—La muchacha se ofenderá por el hecho de que no la registre. Debe convencer a sus padres de
que hasta aquí ha sido juiciosa.
La sometí entonces a la prueba del modo más delicado y la encontré intacta.
Zinowieff entregó luego los cien rublos al padre, quien los dio a la hija; ésta no los tomó sino
para darlos a su madre. Mi criado y mi cochero entraron para firmar el contrato, como testigos, de
un convenio cuyo contenido ignoraban completamente.
Esta muchacha, a quien di el nombre de Zaira subió en el coche y fue con nosotros a San
Petesburgo, cubierta con un paño basto y sin camisa.
52. Me encerré con ella y no salí de mi casa en cuatro días, hasta verla vestida a la francesa,
discretamente, pero con buen gusto. Sentía mucho no saber el ruso, pero en menos de tres meses
Zaira supo lo bastante el italiano para decirme cuanto me quería y para comprenderme. No tardó en
amarme, y se volvió celosa.
CAPITULO IX
del tomo 9
En el mes de mayo, Zaira se había vuelto tan bella, que teniendo yo ganas de ir a Moscú, no
tuve valor para dejarla en San Petersburgo.
Cada sábado iba yo a los baños rusos con ella. Treinta o cuarenta hombres y mujeres, todos
desnudos, se bañaban juntos. Como nadie mira a los demás, cada cual cree que los otros no le miran
a él. Me sorprendía que nadie mirase a Zaira, que me parecía el original de la estatua de Psyché que
yo había visto en la Villa Borghese en Roma.
Tres cosas habían contribuido a que la muchacha se enamorase locamente de mí: en primer
lugar, yo la acompañaba a menudo a ver a su familia, a la cual dejaba siempre un rublo como
regalo; en segundo lugar, la hacía comer conmigo; y por último, le había dado tres o cuatro palizas,
a causa de sus exagerados celos que le hacían cometer impertinencias y hasta la llevaron al extremo
de quererme matar.
Por aquel tiempo, la emperatriz hizo construir un anfiteatro de madera tan grande como lo
permitió la plaza que se halla ante su palacio. Había de contener cien mil personas, y en él Catalina
quería dar un magnífico torneo a todos los nobles de su imperio. Proyectaban la concurrencia de
cuatro cuadrillas formadas por cien jinetes cada una, ricamente vestidos con el traje de la nación
que representasen. Estas cuadrillas habían de batirse corriendo a caballo, unas contra otras,
habiendo premios de mucho valor. Toda Rusia estaba enterada de aquella suntuosa fiesta que había
de celebrarse en honor de la soberana. Príncipes, condes y barones llegaban ya con sus mejores
caballos de los más lejanos confines del imperio. El príncipe Carlos de Courlande me había escrito
que iba a venir.
Se había resuelto que la fiesta se celebraría el primer día de buen tiempo; en San Petersburgo,
un día entero sin nieve, sin lluvia y sin viento: es esto un fenómeno bastante raro a menos que haga
mucho frío.
En todo el año de 1765, no hubo en Rusia un solo día de buen tiempo; y la prueba de ello está
en que el famoso torneo no pudo celebrarse. Tuvo que cubrirse el anfiteatro, y la fiesta se hizo el
año siguiente.
Hechos los preparativos para mi viaje a Moscú, me metí en mi coche con Zaira, llevando en la
trasera un criado que hablaba ruso y alemán. Por ochenta rublos, un chevochic ruso [alquilador de
caballos] se comprometió a transportarme a Moscú en seis días y siete noches, con seis caballos.
Era barato. La distancia es de quinientas millas italianas, o sea unas ciento sesenta leguas.
53. Era a fines de mayo, época en que apenas hace noche en San Petersburgo. Sin el cañonazo que
anuncia que el sol se pone, nadie lo notaría. Se puede leer una carta a medianoche. Aquel día
continuo dura ocho semanas. En ese tiempo, nadie enciende luces. No sucede lo mismo en Moscú.
Llegamos a Novgorod en cuarenta y ocho horas, donde descansamos cinco.
Seguimos hacia Moscú y llegamos como lo había prometido nuestro chevochic. Viajando con
los mismos caballos, no era posible marchar más rápido.
Me hospedé en una buena posada, donde me dieron dos cuartos, y una cochera para mi
carruaje. Después de comer, alquilé un coche de dos asientos y tomé un criado que hablaba francés.
Mi coche era de cuatro caballos, porque Moscú es una vasta ciudad compuesta de cuatro
poblaciones, y hay que correr mucho por calles mal empedradas, cuando se tienen muchas visitas
que hacer. Yo llevaba cinco o seis cartas y quise presentarlas todas. Seguro de no bajar del coche,
llevaba a Zaira conmigo, pues deseaba verlo todo. No recuerdo qué fiesta celebraba la Iglesia
ortodoxa aquel día, pero siempre me acordaré del terrible repiqueteo de campanas que oí en todas
las calles, porque en todas partes hay iglesias.
Presenté mis cartas de recomendación, y recibí muchas invitaciones. Zaira me acompañaba
siempre y desempeñó admirablemente su papel; nadie se atrevía a preguntar si era mi hija, mi
amante o mi criada.
Los que no han visto Moscú no pueden decir que han visto Rusia, porque los rusos de San
Petersburgo no son verdaderos rusos. Los de Moscú compadecen a todos los que se marchan de ella
por obligación o por interés; para ellos, expatriarse es vivir fuera de Moscú.
En ocho días lo vi todo: fábricas, iglesias, antiguos monumentos, gabinetes, bibliotecas, la
famosa campana.
Las mujeres me parecieron más hermosas que en San Petersburgo, y sobre todo más propensas
a entregar sus favores, aunque son mujeres de su hogar. En las casas moscovitas la comida es
abundante, pero poco delicada. Su mesa está siempre puesta para los amigos y conocidos; un amigo
lleva a comer cinco o seis personas, sin cumplidos, y a veces al fin de la comida.
No dan agua a los criados, que son, sin embargo, numerosos, sino una bebida ligera, agradable
y nutritiva. Todos son muy devotos de San Nicolás. Sólo ruegan a Dios poniendo por intercesor a
este santo, cuya imagen se halla siempre en algún rincón de las habitaciones. El que entra, hace su
primera reverencia a la imagen, la segunda al señor de la casa.
En general, los moscovitas son los cristianos más supersticiosos del mundo. Su liturgia es
griega; el pueblo no la entiende, y el clero, muy ignorante, no se preocupa por sacarlo de su
ignorancia y oscurantismo.
Volvimos a San Petersburgo como habíamos venido.
La primera novedad que encontré a mi regreso, fue un úkase que ordenaba la erección de un
gran templo en la Moscova; frente a las habitaciones que yo ocupaba. Este templo había de ser
consagrado al Altísimo.
Todo el mundo me creía feliz y no lo era. Desde mi reclusión en los Plomos, me había vuelto
propenso a afecciones hemorroidales internas que me molestaban tres o cuatro veces al año. En San
54. Petersburgo, aquellas afecciones se agravaron, y fui atormentado por ellas de tal modo, que perdí el
buen humor y me consideré verdaderamente desdichado. Un médico octogenario me dio la triste
noticia de que yo tenía una fístula en el recto. Sufrí mucho, no tanto por la enfermedad como por el
régimen a que tuve que someterme.
La inteligencia de los rusos es varonil; no gratifican la gracia ni la destreza; buscan la precisión
y la fuerza.
Voltaire acababa de enviar a la emperatriz su Filosofía de la Historia, que había escrito para
ella y que le había dedicado en seis líneas. Un mes después, se agotó en ocho días una edición de
tres mil ejemplares.
En aquel entonces los literatos, los aficionados, los militares no conocían, no leían y no
celebraban mas que al filósofo de Ferney.
Visité sucesivamente Czarskoe-Zelo, Peterhoff y Cronstadt. Escribí sobre varios asuntos con el
propósito de ver si podía entrar al servicio civil. Presenté mis escritos, que fueron leídos por la
emperatriz, pero sin resultado.
En Rusia sólo se hace caso de los convocados; aquellos que se presentan por sí mismos,
raramente hacen carrera en aquel país.
De acuerdo con Panine, me fui a pasear un día por el jardín de verano, con el fin de que la
emperatriz me encontrara y yo pudiese irme de San Petersburgo con el honor de haber hablado con
ella.
Iba mirando las estatuas, de mala piedra y peor gusto, que adornan la alameda. Lo más
chocante eran los nombres que habían grabado al pie. Una especie de dolorosa representaba a
Demócrito; otra que parecía desvencijarse las mandíbulas, llevaba el nombre de Heráclito; un
anciano de larga barba se llamaba Safo, y una vieja de ruinosos pechos llevaba el nombre de
Aviceno.
Me sonreía de ver la aberración que había dado forma a aquel contrasentido, cuando vi a la
zarina que avanzaba hacia mí, precedida del conde Gregorio Orloff y seguida de dos damas. El
conde Panine, iba a su izquierda. Me aparté para dejarlos pasar; pero cuando estuvo delante, me
preguntó sonriéndose si la belleza de aquellas estatuas me había interesado. Le contesté, siguiendo
su tono, que imaginaba que las habían puesto allí para engañar a los necios o para hacer reír a los
que conocían un poco la historia.
—Todo lo que yo sé —me dijo la emperatriz— es que engañaron a mi pobre tía, que no se
preocupaba por descubrir esos pequeños fraudes. Supongo que no todo lo que habrá visto aquí le
habrá parecido tan ridículo como esas estatuas.
Hubiera faltado a la verdad y a la buena educación, si no hubiese demostrado que en Rusia, lo
que hacía reír no era más que el vestigio de lo que había que admirar. Estuve hablando a la soberana
durante más de un cuarto de hora sobre las cosas más notables que yo había encontrado en San
Petersburgo.
Habiendo citado al rey de Prusia, no sé a propósito de qué, elogié al gran monarca, pero
critiqué la insoportable costumbre que tenía de no dejar nunca a la persona a quien interrogaba
tiempo de acabar su respuesta.
55. Sonriéndose entonces con mucha gracia, la emperatriz me preguntó de qué había hablado con
aquel rey, y yo se lo referí todo de la manera más beneficiosa para él.
Catalina tuvo luego la gentileza de decirme que nunca me había visto en el Courtag. Este era
un concierto instrumental y vocal que ella daba en su palacio todos los domingos después de la
comida, y al cual todo el mundo podía asistir. Ella se paseaba por allí, y dirigía la palabra a los que
quería honrar.
Le dije que sólo había ido una vez, porque tenía la desgracia de que no me gustase la música.
Volviéndose entonces hacia su amado Panine, dijo sonriendo que conocía una persona que tenía la
misma desgracia. Lo de que no me gustaba la música, era simplemente una hábil mentira de
cortesano; yo sabía que a Catalina le gustaba poco. ¿Y qué cortesano no miente con el soberano,
sobre todo cuando éste lleva faldas?
La zarina dejó de escucharme para hablar al señor Bezkoi, que acababa de acercarse, y como el
señor Panine se separó de ella, salí yo también del jardín, satisfecho del honor que había tenido.
Algunos días después el conde Panine me dijo que la emperatriz le había preguntado dos veces
por mí.
Sabiendo que le había caído en gracia, multipliqué mis paseos por el jardín de verano, y he aquí
la segunda entrevista que tuve con ella.
Habiéndome visto de lejos, me envió un oficial para que yo me acercase, y como hablaba del
torneo que el mal tiempo había impedido, me preguntó si en Venecia se podría dar un espectáculo
de ese estilo.
Sobre esto, le dije muchas cosas sobre los espectáculos que no podían celebrarse sino allí, y
que la divertirían. Añadí que el clima de mi patria era mucho menos crudo que el de Rusia, pues los
días ordinarios son los de sol, mientras que en San Petersburgo los de buen tiempo son la
excepción, a pesar del año que los extranjeros encuentran más corto que en los demás países.
—Es verdad —dijo ella— el de ustedes tiene once días más.
—¿No sería una operación digna de Su Majestad, hacer al año ruso similar al nuestro,
adoptando el calendario gregoriano? Todos los protestantes lo han hecho con ventaja, e Inglaterra,
adoptándolo hace catorce años, ha ganado ya varios millones. Europa extraña, señora, que el viejo
calendario subsista en un Estado donde el soberano es el jefe visible de la Iglesia, y cuando la
capital posee una Academia de ciencias. Se cree que Pedro el Grande, que quiso que se empezase el
año el día primero de enero, hubiera abolido también el viejo sistema, si no hubiese creído que su
interés estaba en adecuarse a Inglaterra, que efectuaba entonces el comercio del imperio de Su
Majestad.
—De hecho —dijo ella con afable sonrisa— Pedro el Grande era un monarca verdaderamente
sabio.
—Era más que sabio, señora; era un genio de primer orden.
Y le hice la descripción del gran emperador, interpretando sus sentimientos.
Su Majestad, que me había escuchado atentamente, iba a contestarme, cuando vio a dos damas
a quienes hizo llamar. Entonces me dijo:
56. —Le contestaré otra vez.
Esta otra vez llegó ocho o diez días después, cuando yo creía que había olvidado nuestra
conversación.
Empezó por decirme que lo que yo deseaba que ella hiciese para beneficio de Rusia, estaba
hecho.
—Todas las cartas que escribimos al extranjero, todos los actos públicos que pueden interesar a
la historia, van de hoy en adelante marcados con las dos fechas, y todo el mundo sabe que la que
excede de once días es la moderna.
—Me atreveré a observar a Su Majestad, que hacia el fin de este siglo los días excedentes serán
doce.
—De ningún modo, porque también esto se ha tenido en cuenta. El último año de este siglo,
que no es bisiesto entre ustedes, tampoco lo será aquí. De modo que entre unos y otros no habrá
ninguna diferencia real.
Catalina prolongó su discurso, explicando detalladamente algunos puntos científicos
relacionados con la materia en cuestión.
—Lo que Su Majestad acaba de decirme es muy prudente y muy sabio. Me ha colmado de
admiración, señora.
No tuve la menor duda que la emperatriz había estudiado expresamente la materia con el fin de
asombrarme.
El exterior y la palabra de Catalina, enteramente opuestos a los del rey de Prusia, indicaban un
genio más vasto que el de este monarca.
Cuando se examina la vida de Federico se admira su valor, pero al mismo tiempo se ve que sin
la buena suerte, hubiera sucumbido. Cuando, por el contrario, se examina la de Catalina, se ve que
debió contar muy poco con el auxilio de la fortuna.
En otra entrevista que tuve con la zarina, amplió sus comentarios acerca de los dos calendarios
y del trastorno que causaría en el ruso culto la adopción del gregoriano. Luego criticó todo lo que la
rutina mantenía en Venecia por sobre el progreso.
Fue la última entrevista que tuve con aquella célebre mujer que supo reinar treinta y cinco años
sin errar en sus decisiones. El historiador le concederá siempre uno de los mejores puestos en la
historia de los grandes soberanos, a pesar de los moralistas que la colocarán justificadamente en la
clase de mujeres sensuales.
Pocos días antes de mi partida, obsequié a todos mis amigos con un agasajo. Mi cena de treinta
cubiertos fue exquisita y mi baile brillante. A pesar de mi escasez de dinero, me sentí obligado a dar
a mis conocidos aquella prueba de mi gratitud por todas las atenciones que me habían ofrecido.
Me tuvo muy preocupado mi separación de Zaira. Ella comprendió al fin la necesidad de
separarnos, y atenuó algo su pena la feliz circunstancia de que pude darle por sucesor al arquitecto
Rinaldi, viejo de setenta años pero muy sensual, que estaba enamorado de ella y que la compró a
sus padres tan pronto como yo hube renunciado a mis derechos. El buen Rinaldi la guardó hasta el
día de su muerte, haciéndola tan feliz como permitían las circunstancias.
57. Mientras tanto, yo había conquistado el cuerpo, si no el amor, de una joven actriz llamada
Valville. Parisiense llena de encantos, había sido contratada para representar en la Comedia
Francesa de San Petersburgo los papeles de dama joven; en su debut, no satisfizo a la zarina y fue
reemplazada por otra actriz. Pero no solamente siguió cobrando su sueldo durante dos meses, sino
que la soberana le pagó el viaje hasta París y le regaló el sueldo de un año.
Esto último lo obtuvo gracias a una petición que le aconsejé que presentara y que le dicté yo
mismo. Parte por agradecimiento y parte por amor, se unió a mí, y la hice mi compañera de viaje.
Yo había anunciado mi salida de San Petersburgo quince días antes, como corresponde, a fin de
que ningún extranjero pueda marcharse sin que todo el mundo se entere por medio de la gaceta
oficial. Esta prescripción tiene el propósito de evitar abusos y estafas.
La Valville también había hecho anunciar a tiempo su partida.
Tomé a mi servicio a un mercader armenio que me prestó cien ducados, y que además cocinaba
bien a la oriental. Me llevé una carta de recomendación del residente de Polonia para el príncipe
Augusto Sulkowski y otra de un ministro anglicano para el príncipe Adam Czartoryski.
En mi coche llevábamos abundantes provisiones y excelentes vinos. Un día, después de haber
salido de San Petersburgo, nos detuvimos en Korporia para comer. Ocho días después llegamos a
Riga, donde sentí mucho no encontrar a mi querido príncipe Carlos. De Riga empleamos cuatro días
para ir a Koenigsberg, donde la Valville, a quien aguardaban en Berlín, tuvo que dejarme. Se llevó
al armenio.
Una vez solo vendí mi coche y tomé un asiento en la diligencia para ir a Varsovia. Eramos
cuatro, y mis tres compañeros eran polacos que no hablaban más que su lengua y el alemán.
Durante los seis días que duró el viaje, me aburrí extraordinariamente.
En Varsovia, me hospedé en casa de Villiers, donde encontré a mi amigo Campioni, que había
establecido una academia de baile que le daba excelente resultado. Estaba permitido el juego, y mi
amigo me invitó a la partida que tenía en su casa, pero me advirtió que la ciudad estaba llena de
tahúres, o de ladrones, que es lo mismo en última instancia.
Al día siguiente tomé un criado y alquilé un coche por meses, cosa indispensable en Varsovia,
donde, en aquella época era imposible ir a pie. Era a fines de octubre del año de 1765.
Mi primera salida fue consagrada al príncipe Adam Czartoryski, general de Polonia. Lo
encontré sentado en una mesa llena de papeles y rodeado de unas cincuenta personas en una vasta
biblioteca que él había convertido en dormitorio, cuarto algo insólito para quien estaba casado con
una hermosa condesa. Después de haber leído la carta que le entregué, me recibió con suma
amabilidad y rne suplicó que fuese a cenar con él, si no tenía nada mejor que hacer.
Mi segunda visita fue para el príncipe Sulkowski, que acababa de ser nombrado embajador en
la corte de Luis XV. Leyó mi carta y me dijo que tenía que hablarme extensamente, pero que
teniendo que salir en aquel momento, esperaba que tendría la gentileza de ir a comer con él a las
cuatro. Se lo prometí.
De allí me fui a casa de un negociante Schempinski, que había de entregarme, por orden de
Papanelopoulo, cincuenta ducados al mes.
58. Luego fui a un ensayo de la ópera, donde cualquiera podía entrar. Las cantantes eran bonitas y
sobre ellas descollaba la Catai, célebre bailarina que bailaba muy mal.
El príncipe Sulkowski me retuvo en la mesa cuatro horas largas, sondeándome sobre todas las
materias, excepto sobre aquello que yo podía saber.
A las nueve, no teniendo nada mejor que hacer, frase que encontraba sin cesar en los labios de
todos los grandes señores de Polonia, me fui a casa del príncipe Adam, quien después de haberme
presentado, me dijo el nombre de todas las personas asistentes. Eran los hombres más notables del
país, y las esposas de algunos de ellos. Momentos después, vi entrar un apuesto caballero a cuya
llegada todo el mundo se levantó. El príncipe Adam me nombró, y volviéndose hacia mí, me dijo
con gravedad: "El rey".
Este modo de poner a un extranjero que carecía de carácter oficial en relación con un monarca,
no tenía nada de ceremonioso; pero fue una sorpresa. Me adelanté dos pasos, y en el momento en
que iba a hincar la rodilla, Su Majestad me dio a besar la mano con la mayor desenvoltura del
mundo, y como iba a hablarme, el príncipe Adam le presentó la carta del ministro anglicano, a
quien él conocía mucho. El rey se puso a leerla, permaneciendo de pie; luego empezó a hacerme
preguntas sobre la zarina, sobre los principales personajes de la corte, y al parecer le interesaron
mucho los detalles que le di.
Cuando nos avisaron para cenar, Su Majestad, sin dejar de hablarme, me llevó al comedor y me
hizo sentar a su derecha. Todo el mundo comió, excepto el rey, que no tenía ganas, y yo que sólo
atendí a su conversación. Después de habernos separado de la mesa, el rey hizo comentarios sobre
todo lo que yo había dicho; hablaba sin afectación, pero con mucha elegancia. Al marcharse, me
dijo que se alegraría de verme frecuentemente en la corte.
El rey de Polonia era de mediana estatura, pero muy bien formado. No era buen mozo de cara,
pero en ésta había talento y expresión. Era algo miope, y cuando no hablaba, expresaba cierta
melancolía en sus facciones; por el contrario, cuando hablaba se animaba y era elocuente. También
tenía talento ingenioso para todo lo que se prestaba a la ironía.
Al día siguiente, el príncipe Adam me presentó a su padre, el hombre raro, el magnífico
palatino de Rusia. Lo encontramos rodeado de gentilhombres, a quienes dirigía sucesivamente la
palabra con seriedad. Cuando supo que en Rusia yo no había hecho más que divertirme y frecuentar
la corte, calculó que yo no llevaba otro fin en Polonia, y me dijo que me facilitaría agradables
relaciones.
Añadió que, como vivía solo, le complacería yendo a comer con él siempre que me fuese
posible, invitación que estimé en lo mucho que valía y representaba.
Se despidió de todo el mundo con una reverencia circular, y se retiró al interior de sus
habitaciones, donde vivía su esposa, convaleciente de una enfermedad, de la cual la había salvado
Reimann, discípulo del gran Boerhaave.
Este príncipe palatino de Rusia y su hermano, gran canciller de Lituania, fueron los
responsables de los primeros trastornos de Polonia. Descontentos de la poca gravitación que tenían
en la corte, donde el rey no tenía más voluntad que la de su favorito el conde de Brühl, estos dos
59. hermanos se pusieron al frente del complot que procuró nada menos que destronar al rey para
colocar a un sobrino de ellos en el trono, bajo la protección de la Rusia.
Este sobrino, que había ido a San Petersburgo como gentilhombre de embajada, había sabido
captarse el aprecio de la gran duquesa, más tarde emperatriz. Era Estanislao Poniatowski, hijo de
Constanza Czartoryski y del célebre Poniatowski, amigo de Carlos XII. Quiso la suerte que no
necesitase conjuración alguna para subir al trono; el rey Federico Augusto II, hijo de Augusto el
Fuerte, elector de Sajonia y rey de Polonia, murió el día 5 de octubre de 1763, y dejó el puesto al
conde Poniatowski, que fue elegido rey el día 6 de setiembre de 1764, bajo el nombre de Estanislao
Augusto I. Hacía dos años que reinaba cuando yo llegué a Varsovia, capital que encontré brillante,
pues la dieta iba a reunirse, y todos los nobles estaban presentes e impacientes por ver cuáles serían
las pretensiones de Catalina en aquel momento.
A la hora de comer, encontré en casa del palatino de Rusia tres mesas de treinta cubiertos cada
una, y me dijeron que era el cubierto de todos los días. El esplendor de la corte quedaba disminuido
ante el de la casa del palatino. El príncipe Adam me dijo:
—Caballero de Seingalt, su cubierto estará siempre puesto en la mesa de mi padre.
Me halagó la deferencia. El príncipe me presentó aquel día a su hermana y varios palatinos y
estarostes; y como visité luego a todos aquellos personajes en menos de quince días fui.conocido en
las principales casas y perfectamente recibido en todas partes.
Hallándome escaso de dinero, ni pude jugar ni hacer el amor a las actrices. Para ocuparme en
algo, fui con frecuencia a la biblioteca de monseñor Zaluski, obispo de Kiowia, que me era muy
simpático. Pasaba con él casi todas las mañanas, y de él recibí los informes auténticos sobre todas
las intrigas, sobre todos los manejos que tendían a trastornar el antiguo sistema de la Polonia, uno
de cuyos más firmes apoyos era precisamente Zaluski. Por desgracia, su constancia fue inútil. Pocos
meses después de mi salida de Varsovia, el buen prelado fue desterrado a Siberia, por instigaciones
de la desconfiada zarina.
La vida que yo llevaba era, pues, muy monótona, verdadera vida de hombre honrado, que
recuerdo aún con placer. Pasaba las tardes en casa del palatino de Rusia, donde jugaba a la malilla.
A pesar de mi buena conducta y de mi economía, tres meses después de mi llegada me encontré
con deudas y sin recursos. Los cincuenta ducados mensuales que recibía de Venecia no me bastaban
para vivir con la decencia y el decoro que las circunstancias me exigían.
Una noche, estando con el rey y con su íntima amiga, la señora Schmith, la conversación versó
sobre autores latinos e italianos y, a propósito de sátira, cité a Horacio que dice:
"En presencia del rey, los que no hablen de sus necesidades obtendrán más que los que hablan
de ellas".
La dama dijo que el pasaje no le parecía apropiado.
Después de lo dicho, debí callarme; pero el rey trajo a la conversación el tema de Ariosto,
diciéndome que deseaba que lo leyésemos juntos. Inclinando la cabeza, contesté con Horacio:
"Témpora quoeram".
60. Al día siguiente, al salir de misa, el generoso e infortunado Estanislao Augusto, dándome a
besar la mano, me entregó un cartucho, diciéndome: "Da las gracias a Horacio solamente y no lo
diga a nadie".
El cartucho contenía doscientos ducados de Holanda, y me apresuré a pagar mis deudas. Desde
aquel día, iba casi todas las mañanas al tocador del rey, donde recibía a los que iban para distraerlo;
pero nunca se volvió a hablar de Ariosto.
Cuando recuerdo las excelentes cualidades de aquel príncipe, me parece imposible que
cometiese tantas faltas como soberano. La de haber sobrevivido a la disgregación de su patria es
quizá la menor. No encontrando un amigo que quisiese matarlo, me parece que debía haberse dado
él mismo la muerte.
El día 4 de marzo, víspera de San Casimiro, nombre del príncipe gran chambelán y hermano
mayor del rey, hubo gran comida en la corte y tuve el honor de ser de los convidados. Después de
comer, el rey me invitó a que fuese al teatro.
—Venga a mi palco —me dijo gentilmente el monarca.
La invitación era demasiado halagüeña para ser rehusada. Obedecí y permanecí de pie detrás
del sillón real. Después del segundo acto, vino el baile, y la piamontesa Casacci gustó tanto al rey
que este aplaudió; favor extraordinario.
Se me ocurrió ir a felicitarla en el entreacto, y me reprochó por no haberla visitado antes. Le di
un beso prometiéndole irla a ver.
En el instante en que la besaba, entró el coronel Branicki; me levanté para despedirme, y me
detuvo diciendo:
—Por lo visto, entré en un momento poco oportuno, caballero. Me parece que demuestra
pretensiones sobre esa señora.
—Efectivamente, monseñor; ¿importuno a Su Excelencia?
—Muchísimo; y lo que es más, yo la amo también y no me gustan los rivales.
—Ahora que lo sé, señor conde, no la amaré ya.
—¿Me la cede, pues?
—Con mucho gusto, porque todo el mundo ha de ceder a un señor como usted.
—Muy bien, pero un hombre que cede, me parece un cobarde.
—La expresión es demasiado dura.
Diciendo esto, lo miré con cierta altivez enseñándole el puño de mi espada. Tres o cuatro
oficiales que allí se encontraban fueron testigos del episodio cuyas consecuencias no podía prever.
Aún no había hecho cuatro pasos fuera del cuarto de la bailarina, cuando me oí que me insultaban
con las palabras: "cobarde veneciano". Conteniéndome, a pesar de la sangre que me subía a la
cabeza, me volví diciéndole con entereza que fuera del teatro, un cobarde veneciano podía matar a
un valiente polaco; y sin aguardar respuesta, bajé la gran escalera que conducía fuera del teatro, con
la esperanza de dar al incidente la solución que correspondía.
61. En vano aguardé un cuarto de hora, esperando verlo salir para obligarle a desenvainar la
espada. Muerto de frío, hice acercar mi coche que me llevó a casa del palatino de Rusia, donde el
rey me había dicho que iría a cenar.
CAPITULO X
del tomo 9
Los polacos, aunque suelen ser todavía hoy muy corteses, conservan mucho de su antigua
naturaleza. Todavía son bárbaros, sármatas o dacios en la mesa, en la guerra y en el sentimiento de
lo que llaman la amistad, cuando con frecuencia no es más que una horrible tiranía.
Yo necesitaba una reparación completa, y pensaba en el modo de obtenerla; pero quería salvar
mi honor sin sacrificar mis intereses.
El rey no pudo ir a cenar aquella noche a casa del palatino, y lo sentí porque estaba dispuesto a
contarle el episodio para que obligase a su favorito a darme una satisfacción.
Estábamos en la mesa, cuando el príncipe Gaspar Lubomirski, teniente general al servicio de la
Rusia, vino a colocarse en frente de mí. Al verme, me dijo en alta voz que sentía lo que acababa de
ocurrir.
—Lo compadezco —me dijo— pero Branicki estaba borracho, y ningún hombre de honor se
siente ofendido por lo que le diga un borracho.
— ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué ha ocurrido?
Esta pregunta dio la vuelta a la mesa.
Yo me callé, y respetaron mi silencio. A pedido del palatino, después de cenar le conté todo el
lance. Suspiró y me compadeció.
—No sé si me atrevo a pedir un consejo a Su Excelencia.
—No los doy en semejantes casos, en que hay que hacer mucho o nada...
Estas palabras preciosas eran un consejo explícito.
Me dormí con la idea de hacer mucho, y me desperté con la resolución de batirme a muerte con
el coronel, o de matarlo si no quería batirse, aun corriendo el riesgo posterior de perder luego la
cabeza.
Decidido a esto, le escribí el siguiente billete:
Varsovia, 5 de marzo 1776, a las 5 de mañana.
"Caballero,
"Anoche, en el teatro, Su Excelencia me insultó sin motivo ni derecho. Supongo que me
aborrece y que, por tanto, desea sacarme de este mundo de los vivos. Puedo y quiero contentarlo.
Sírvase recogerme en uno de sus coches y llevarme a un sitio donde mi derrota no pueda hacerlo
caer bajo el rigor de las leyes de Polonia, y donde yo asimismo goce de igual ventaja, si Dios me
ayuda a matar a Su Excelencia. No haría semejante proposición si no lo considerase un alma noble.
62. "Tengo el honor de ser, etc.
Media hora después recibí esta contestación:
"Caballero,
"Acepto su proposición, pero le ruego que me avise cuándo tendré el honor de verlo.
"Suyo, tengo el gusto, etc.
Le contesté al momento diciéndole que estaría en su casa al día siguiente a las seis de la
mañana.
Un momento después, recibí otra nota, en que el coronel me decía que yo podía elegir sitio y
armas, pero que era necesario que nuestro asunto se efectuara aquel mismo día.
Después de haberle enviado las dimensiones de mi espada, treinta y dos pulgadas, advirtiéndole
que el sitio sería el que él eligiera fuera del alcance de la ley, me dirigió esta esquela, que fue la
última:
"Caballero,
Le ruego venga en seguida, con lo cual habrá de complacerme en extremo. Le envío mi coche.
"Tengo el honor, etc."
Suyo, etc., etc.
"Branicki"
Entonces yo le contesté que, teniendo ocupaciones para todo el día, no saldría, y que estando
resuelto a no ir a su casa sino para batirnos en seguida, le suplicaba que no tomase a mal que yo le
devolviese el coche.
Una hora después, Branicki vino en persona, dejando a sus padrinos a la puerta; entró, hizo
salir a las tres o cuatro personas que habían venido a hablarme, cerró la puerta bajo llave, y vino a
sentarse sobre mi cama. No sabiendo qué significaba aquello, agarré mis pistolas.
—No se moleste, —dijo— no he venido a asesinarlo sino para decirle que acepto sus
proposiciones y que, cuando se trata de batirse, nunca aplazo el encuentro para el otro día. Nos
batiremos, pues, hoy o nunca.
—Hoy no puedo. Necesito dar término a algo que debo enviar al rey, y siendo precisamente día
de correo, tengo mucho que escribir.
—Lo hará después. Probablemente no ha de sucumbir, y si deja la vida, estoy seguro de que el
rey lo perdonará.
—Necesito hacer un testamento.
63. — ¡También un testamento! ¡Diablos! Mucho teme morir. Nada tema. Hará su testamento
dentro de cincuenta años.
—¿Qué inconveniente puede tener Su Excelencia en esperar a mañana?
—No quiero ser apresado.
—No tema, que yo no haré denuncia alguna.
—Lo creo, pero antes de que anochezca nos atraparán a los dos, por orden del rey.
—No es posible, a menos que usted informe del caso.
—Me hace reir. Conozco la trampa. No en vano me ha desafiado. Quiero darle satisfacción,
pero hoy o nunca.
—Está bien. Venga a buscarme después de comer, porque necesito todas mis fuerzas.
—Con mucho gusto. En cuanto a mí, prefiero comer bien después de haberme batido bien
antes.
—Eso va en gustos.
—Es verdad. ¿Pero a qué viene el haberme mandado las dimensiones de su espada? Quiero
batirme a pistola, porque no me bato a espada con personas que no conozco.
—¿Qué quiere decir por personas desconocidas? No quiero ofensas en mi casa. Puedo
presentarle veinte testigos en Varsovia, que le dirán que no soy ningún maestro de armas. No quiero
batirme a pistola, y no podrá obligarme a ello, porque me ha dado a elegir las armas; tengo su carta.
—De hecho, tiene razón, pero es demasiado caballero para no batirse a pistola, si le aseguro
que me hará un favor. Es la mejor concesión que puede hacerme, porque a menudo se falla el
primer tiro; y si fallo y usted también, le prometo batirme a espada cuando guste. ¿Quiere acceder a
mi pedido?
—Concedido, aunque me repugna, porque el duelo a pistola me parece bárbaro. Vendrá con
dos pistolas que haré cargar delante de mí, y yo elegiré. Si fallamos el primer tiro, nos batiremos a
espada, a primera sangre, o a muerte, si quiere. Vendrá a buscarme a las tres, e iremos donde sea un
refugio para la ley.
—De acuerdo; muy amable, permítame que lo abrace. Hasta las tres.
Cuando aquel insolente se hubo marchado, puse en un sobre todos los papeles que estaban
destinados al rey y mandé a buscar al bailarín Campioni, en quien tenía completa confianza.
—He aquí —le dije— un pliego que entregará al rey, si muero. Puede suponer de qué se trata
pero no debo decírselo.
—Lo comprendo. Cuente con mi discreción, y deseo que salga salvo y honroso del lance. Pero
le doy un consejo de amigo: no tenga compasión del adversario, aunque sea el mismo rey, porque
su bondad le podría costar la vida. Lo sé por experiencia.
—No olvidaré sus palabras. Adiós.
A la hora indicada, Branicki llegó en un coche de seis caballos, precedido de dos palafreneros a
caballo, que conducían de la brida dos caballos de montar; además venían con él dos oficiales, sus
ayudantes de campo, y dos húsares, sin contar cuatro criados que iban detrás del coche. Bajé a mi
64. puerta y vi a mi adversario acompañado de un teniente general y de un oficial de cazadores sentados
delante. Abrieron la portezuela, el general me cedió su puesto, al entrar en el coche, ordené a mis
criados que no me siguieran y que esperasen mis órdenes en casa.
—Puede necesitarlos —me dijo Branicki— y debería dejarlos venir.
—Si tuviese tantos como usted, me los llevaría, pero no tengo más que estos pocos, y en todo
caso supongo que Su Excelencia me hará servir por los suyos.
Tendiéndome la mano en señal de asentimiento, me dijo que me haría cuidar antes que a sí
mismo.
Me senté y partimos.
Conversamos sobre tonterías.
Habíamos andado escasamente media hora, cuando el coche se detuvo a la puerta de un
hermoso jardín.
Bajamos y nos dirigimos a una suerte de invernadero, en cuya mesa de piedra colocaron dos
pistolas de pie y medio de largo, con una medida de pólvora y unas balanzas. El oficial las cargó
por igual y las puso en cruz sobre la mesa.
Entonces Branicki me dijo con ademán intrépido:
—Señor, elija su arma.
El general le preguntó entonces con voz no exenta de cierta energía militar:
—¿Es eso un duelo?
—Sí.
—No pueden batirse aquí; no lo permiten las leyes.
—No importa.
—Importa mucho; no puedo ser testigo. Estoy de guardia en palacio; me ha engañado usted.
—Calle. De todo respondo. Debo una satisfacción a ese caballero, y quiero dársela aquí.
—Señor Casanova —me dijo el general— no puede batirse aquí.
—General, ¿por qué entonces me han traído? Yo me defiendo donde soy atacado.
—Expliquen al rey; yo respondo de su consentimiento.
—No tengo inconveniente alguno, general, si Su Excelencia consiente en decir ante usted qué
pasó entre nosotros.
A estas palabras, Branicki, mirándome con altivez, me dijo con rabia que había venido a batirse
y no a parlamentar.
—General, —dije yo entonces— usted será el mejor testimonio que en cuanto dependió de mí,
procuré evitar el duelo.
El general se retiró entonces, agarrándose la cabeza con ambas manos.
Echando al suelo mi abrigo, agarré a instancias de Branicki, la primera pistola, de las dos que
estaban colocadas sobre la mesa.
65. Branicki, agarrando la otra, me dijo que me garantizaba, bajo palabra de honor, el arma que yo
había escogido.
—Voy a probarla contra su cabeza —le dije.
A esta respuesta, palideció, tiró su espada a uno de sus servidores y me enseñó el pecho
desnudo. A mi pesar me vi obligado a imitarle, pues mi espada era mi única arma después de la
pistola. Le enseñé igualmente mi pecho y retrocedí cinco o seis pasos. El coronel hizo otro tanto, y
no podíamos retroceder más.
Viéndole firme como yo, con la pistola hacia el suelo, me quité el sombrero con la mano
izquierda, y después de haberle pedido que fuera él quien tirara primero, volví a cubrirme.
El coronel, en vez de dirigir de pronto su pistola sobre mí y disparar, perdió dos o tres segundos
en tenderse, apuntar y ocultar su cabeza detrás del arma. Yo no estaba dispuesto a tolerar tantas
ventajas. Levanté súbitamente mi pistola, disparé sobre él en el instante mismo en que él tiró sobre
mí. Y ello fue tan evidente, que los concurrentes convinieron todos en que no se había oído sino una
detonación. Sintiéndome herido en la mano derecha, me la metí en el bolsillo, y viendo caer a mi
adversario, corrí hacia él, arrojando mi pistola.
Cuál no sería mi sorpresa, al ver brillar de pronto tres espadas desenvainadas sobre mi cabeza.
Tres nobles asesinos se disponían a acribillarme sobre el cuerpo de su amo, junto al cual yo me
había arrodillado. Branicki, que afortunadamente no había perdido los sentidos ni la fuerza, les gritó
con voz de trueno.
— ¡Canallas, respeten a ese caballero!
Esta voz pareció detenerlos. Agarré luego al coronel por debajo de un brazo y un oficial lo
tomó por debajo del otro. Así lo llevamos hasta una posada, a cien pasos del jardín. Branicki andaba
muy encorvado y examinándome con atención, sin comprender de donde procedía la sangre que
corría a lo largo de mi calzón y mi media.
Una vez en la posada, Branicki se echó en una gran butaca. Lo desabrocharon y él mismo se
vio herido de gravedad en el pecho. Mi bala había penetrado por la séptima costilla de la derecha y
salido por la última falsa de la izquierda. Las dos aberturas de la herida estaban a diez pulgadas de
distancia; el aspecto era alarmante;se consideraban perforados los intestinos y perdido el hombre.
Branicki me dijo con debilitada voz:
—Me ha matado; huya, porque corre peligro de perder la cabeza en el cadalso. Yo soy gran
oficial de la corona y gran cordón del Águila Blanca. No pierda tiempo, huya, y si no tiene dinero
bastante tome de mi bolsillo.
Su repleta bolsa cayó al suelo, la recogí y metiéndosela en el bolsillo, le di las gracias,
diciéndole que me era inútil; porque si yo era culpable, perdería la cabeza, pues iba a ponerla en
seguida al pie del trono.
—Espero que su herida no sea mortal —añadí— y siento mucho que me haya puesto en la
necesidad de herirlo.
Lo besé en la frente, y saliendo de la posada, no vi caballos, ni coche, ni criados. Todos habían
ido en busca de un médico, un cirujano y un cura, y de los parientes y amigos del herido.
66. Me vi solo y sin espada en medio de un campo cubierto de nieve, herido y sin saber qué camino
tomar para volver a Varsovia. Empecé a caminar, y a cierta distancia encontré un campesino con un
trineo vacío.
—¿Warszawa? —le grité, enseñándole un ducado.
Comprendió mi lenguaje; me cubrió con una estera cuando me hube instalado en el trineo, y
partió a galope.
A los pocos minutos divisé a Bininski, el amigo íntimo de Branicki, que corría a escape sable
en mano, montado en un caballo veloz. Era evidente que iba en mi persecución. Afortunadamente el
miserable trineo en que yo iba no despertó sus sospechas.
Llegué a Varsovia y me hice llevar a casa del príncipe Adam Czartoryski, para pedirle asilo.
No encontré a nadie. Sin perder tiempo, me resolví a buscar un refugio en el convento de Recoletos,
que estaba cerca de allí, y despedí el trineo.
Llamé a la puerta del convento; un portero, fraile despiadado, me abre, y viéndome
ensangrentado, adivina el motivo de mi visita y se apresura a cerrar la puerta. Pero más ágil que él,
se lo impido; lo derribo de un puntapié y entro. A los gritos que da, llega un enjambre de frailes
espantados; les grito que quiero asilo y los amenazo si me lo rehusan. Uno de ellos habla y me
llevan a un pequeño cuarto que tenía aspecto de calabozo. No opuse resistencia, seguro de que
cambiarían de pensamiento antes de poco. Pedí un hombre que fuese a llamar a mis criados, y
cuando éstos se hubieron presentado, mandé por un cirujano y por Campioni.
Antes de que éstos volviesen, el palatino de Podlaquia se hizo anunciar. Nunca había tenido
ocasión de hablarle; pero como había tenido un duelo en su juventud, tan pronto como supo las
particularidades del mío, aprovechó la ocasión para venir a contarme las circunstancias del suyo. Un
momento después vi llegar al palatino de Kalisch, al príncipe Yablowski, al príncipe Sanguska y al
palatino de Wilna, los cuales empezaron por criticar la actitud de los frailes que me habían alojado
como a un presidiario.
No tardé en ser trasladado al mejor alojamiento de la casa. Sufría mucho por la herida.
La bala había penetrado en la mano por el metacarpo, bajo el índice y había lastimado la
primera falange, incrustándose en ella. Su fuerza había sido amortiguada por un botón de metal de
mi chaqueta, y por mi vientre, que el proyectil había herido ligeramente. Se trataba de extraer
aquella bala, que me hacía padecer verdaderamente. Un cirujano me practicó una abertura opuesta
que duplicó mi herida. Mientras me hacía esta dolorosa operación, yo contaba el lance, disimulando
el dolor que me causaba el cirujano.
Cuando éste se hubo marchado, llegó el cirujano del palatino de Rusia, que lamentó mi estado.
En seguida vino el príncipe Lubomirski, esposo de la hija del palatino de Rusia, que nos sorprendió
a todos, refiriéndonos lo que había sucedido inmediatamente después del duelo. Bininski llegó a
Wola, y viendo la herida de su amigo y que yo me había marchado, montó a caballo y partió
furioso, jurando matarme donde me encontrase. Sospechando que yo me hallaba en casa de
Tomatis, fue a buscarme allí; encontró a mi amigo con su amante, el príncipe Lubomirski y el conde
Mozczinski. No viéndome, preguntó dónde me encontraba, y tan pronto como Tomatis le hubo
contestado que no lo sabía, le disparó un pistoletazo en la cabeza. En esto, el conde Mozczinski le
67. agarró para echarlo por la ventana, pero el furioso Bininski se defendió a sablazos causando al otro
una herida en la cara y haciéndole saltar tres dientes. Inmediatamente montó otra vez a caballo y
huyó a escape.
—Mozczinski se ha ido a su casa, donde deberá permanecer algún tiempo en manos de un
cirujano, y yo me volví a la mía, —continuó diciendo el príncipe Lubomirski, donde me enteré de la
confusión que hay en la ciudad a causa de este duelo.
"El gran mariscal ha hecho cercar el convento por doscientos dragones, con el pretexto de
apoderarse de su persona, pero en realidad para impedir un atropello.
"Los médicos dicen que el coronel está en gran peligro, si la bala ha lesionado los intestinos;
pero responden de su vida, en caso contrario. Mañana se sabrá. Se ha hecho llevar a casa del gran
chambelán, no atreviéndose a hacerse trasladar a su habitación de la corte. Sin embargo, el rey fue a
verlo en seguida, y el general que había presenciado el duelo le ha dicho que lo que le ha salvado a
usted la vida ha sido su amenaza de apuntarle a la cabeza. Para protegerse, Branicki se ha puesto en
una actitud incómoda; le hubiera alrevesado el corazón, pues tira contra el corte de un cuchillo y
siempre parte la bala en dos. También ha tenido usted mucha suerte en que Bininski no lo viese en
el trineo.
—Monseñor, mi mayor suerte ha sido no haber muerto a Branicki en el terreno, pues iban a
acribillarme sobre su cuerpo, en el momento en que yo volaba en su auxilio. Siento el disgusto de
Su Alteza y la herida que ha recibido el conde Mozczinski; y si Tomatis no ha sido muerto por el
furioso asesino, se debe sin duda a que la pistola sólo estaba cargada con pólvora.
—Así lo creo, pues no se oyó la bala.
En aquel momento entró un oficial del palatino de Rusia, y me entregó un billete en que este
príncipe me decía:
"Vea lo que el rey me envía en este momento, y duerma tranquilo".
"Mi querido tío".
"Branicki está muy grave. Mis cirujanos no le dejan, atentos a cuidarlo con todos los
conocimientos de su arte, pero no me he olvidado de Casanova. Puede asegurarle que será
indultado, aun cuando Branicki muera".
Todos los circunsantes se enteraron de la decisión real y la aplaudieron. Luego me dejaron
porque necesitaba descansar.Al día siguiente, tuve muchas visitas, y recibí bolsas llenas de oro,
enviadas por los magnates del partido contrario a Branicki. Yo las rechacé, dando las más
expresivas gracias a los que me daban tan generosas muestras de simpatía. Los regalos hubieran
ascendido al menos a cuatro mil ducados. Mi decisión le parecía ridícula a Campioni, y tenía razón,
pues me arrepentí más tarde. El único presente que acepté fue el de una buena mesa para cuatro
personas que el príncipe Adam Czartoryski me envió con regularidad cada día.
Mi pequeña herida en el vientre iba bien, pero al cuarto día, los cirujanos dijeron que en mi
mano iba a declararse la grangrena, y que no había más remedio que la amputación. Leí este
resultado en la gaceta de la corte del día siguiente. Este periódico se imprimía durante la noche,
después que el rey había firmado el manuscrito. Siendo yo de opinión contraria a la de mis
carniceros, me reí mucho de su ignorancia.
68. A pesar de que se reunieron varios de ellos en consulta, y declararon que la gangrena
comenzaba, decidiendo cortar la mano aquel mismo día en la tarde, me opuse terminantemente y
tuve que echarles en cara su falta de ciencia y mandarlos a paseo.
Muchas personas me fastidiaron con sus consejos para que me dejara amputar la mano. Yo
contesté que me dejaría amputar el brazo, si hacía falta, pero que por el momento la operación era
innecesaria. Nadie quería convenir en que sobre una cosa tan sencilla pudiesen equivocarse los tres
primeros cirujanos de Varsovia.
Al día siguiente, los cirujanos fueron cuatro; examinaron la herida y declararon que ya no era
bastante la amputación de la mano, sino que se hacía necesaria la del brazo, lo más tarde a la
mañana siguiente.
Yo estaba convencido de que deseaban hacer la operación para halagar y dar gusto a mi rival.
Habiendo comunicado antes esta sospecha mía a Su Alteza el príncipe Lubomirski, quise demostrar
y convencerme a mí mismo de que no me equivocaba.
Dije a los cirujanos que podían volver al día siguiente con sus instrumentos, pues me sometía a
la operación. Satisfechos de su victoria, se apresuraron a salir para ir a publicar la noticia en la
corte, contarles a Branicki, al príncipe palatino, a todo el mundo. Por mi parte di orden a los criados
para que no les dejasen entrar.
Pero renuncio a contar los detalles de lo que ocurrió después.
El lector se contentará con saber que un cirujano francés, desafiando la enemistad de sus doctos
colegas, y tratándome como yo deseaba, me curó en poco tiempo y conservé mi brazo y mi mano.
El día de Pascua fui a misa con mi brazo en cabestrillo, pero no pude servirme activamente de
él hasta dieciocho meses después.
Todos los que me habían condenado, tuvieron que felicitarme por mi firmeza, y cada cual trató
de imprudentes, si no de ignorantes, a los grandes cirujanos.
Después de la misa de Pascua, fui a la corte, y el rey, al darme la mano a besar, me dejó hincar
una rodilla en el suelo. Me preguntó por qué llevaba el brazo en cabestrillo (era cosa convenida) y
yo le contesté que a causa de un reumatismo.
—Cuidado con agarrar otro —me dijo con una ligera sonrisa.
Después de haber visto al rey, me hice llevar a casa de Branicki, creyendo mi deber visitarlo.
Durante mi enfermedad había hecho preguntar diariamente por mi salud, y me había enviado mi
espada. Estaba obligado a permanecer todavía seis semanas en cama. El rey acababa de nombrarlo
montero mayor de la corona.
Me hice anunciar y mi visita causó gran sorpresa. Encontré a Branicki recostado en la cama,
pálido como un muerto. Me saludó quitándose el gorro.
Entre otras cosas, me dijo que Bininski había sido degradado y expulsado del cuerpo de la
nobleza.
—Siéntese y seamos amigos —me dijo—. Que sirvan una taza de chocolate a este señor.
Luego me felicitó por haberme defendido contra los cirujanos, y añadió después:
69. —Razón tenía al decir que esas bestias creían darme gusto haciéndole manco.
A los cinco minutos, la habitación estuvo llena de damas y caballeros, que habiendo sabido que
yo me hallaba en casa del coronel, tuvieron ganas de asistir a nuestra entrevista. Al vernos tan
compinches, quedaron agradablemente sorprendidos.
Durante mi convalecencia, viajé, provisto de cartas de recomendación muy eficaces, por toda
Podolia y Volhynia, las cuales, poco años después fueron llamadas Galizia y Lodomeria, pues no
podían convertirse en dominio austríaco sin cambiar de nombre.
A mi vuelta a Varsovia, fui recibido con frialdad donde antes me habían agasajado hasta la
exageración. Todo el mundo se extrañaba de que yo hubiese vuelto a la ciudad.
Haciendo esta observación al príncipe Augusto Sulkowsky, le hice admitir que aquel cambio
procedía del carácter polaco, inconstante, inconsecuente, fingido y superficial.
Recibí un anónimo en que se me decía que habían oído decir al rey que me veía con disgusto en
la corte, porque le habían asegurado que me habían ahorcado en efigie en París, por haberme
escapado de allí con una gran cantidad de dinero que pertenecía a la caja de la lotería de la Escuela
Militar, y que había ejercido en Italia la degradante profesión de actor ambulante.
¿Cómo destruir tales calumnias en un país remoto?
Yo hubiera partido inmediatamente de Polonia, a no haber tenido algunas deudas y falta de
recursos. Había escrito a Venecia y a otras partes de donde podía venirme dinero, cuando el general
que había presenciado mi duelo vino a decirme con aire afligido que el rey me intimaba a salir de la
circunscripción de Varsovia en el término de ocho días.
Encolerizado, escribí al rey diciéndole que mi honor exigía que yo desobedeciese su orden, y le
decía:
"Mis acreedores, señor, me perdonarán cuando sepan que si me he marchado de Polonia sin
pagarles, ha sido porque Su Majestad me ha hecho salir por fuerza".
El día siguiente, el conde Mozczinski me trajo mil ducados, diciéndome que el rey ignoraba
que yo tuviese necesidad de dinero y que Su Majestad me daba la orden de partir porque no podía
garantizarme mi vida amenazada.
Este generoso conde me suplicó que aceptase, como recuerdo de amistad, un coche, puesto que
yo no tenía.
Pagué mis deudas, que sumaban unos doscientos ducados y me dispuse a partir para Breslau
con el conde Clary, cada uno en su coche. Llegamos sin detenernos y sin accidente alguno a la
ciudad y al día siguiente continué mi camino hacia Dresde, donde llegué cuarenta y ocho horas
después.
Mi madre estaba residiendo en las afueras; fui en seguida a verla, y recibió mi visita con gran
placer. Vi luego a mi hermano Juan y a su mujer Teresa Roland, romana que yo había conocido
antes que él y que me agasajó mucho. También vi a mi hermana, esposa de Pedro Augusto. En
todas partes fui festejado y tuve que repetir hasta el infinito la historia de mi duelo.
Por la noche fui a la Opera Italiana, donde había banca de faraón. Jugué con mucha prudencia,
porque toda mi riqueza consistía entonces en ochocientos ducados.
70. CAPITULO XI
del tomo 9
Alquilé el primer piso de la casa en que vivía mi madre, y pasé en Dresde algún tiempo,
llevando una vida sana y tranquila. Jugué de vez en cuando, con extrema prudencia, y me encontré
con una ganancia de unos cuantos centenares de ducados, cuando fui a pasar una temporada en
Leipzig, donde recobré mis fuerzas perdidas y hasta engordé de nuevo a fuerza de comer alondras
que son allí abundantes y exquisitas.
Una vez restablecido, regresé a Dresde; mas no tardé en emprender un viaje para Praga y
Viena.
En esta última ciudad alquilé un piso, y muy pronto conocía varias notabilidades, utilizando
cartas de recomendación de que iba provisto.
Allí volví a ver a Casalbigi el mayor, que trabajaba para el ministerio, bajo las órdenes del
príncipe Kaunitz.
Con frecuencia iba a casa de Metastasio, al teatro, cada día en que bailaba Vestris, llamado de
París por el emperador.
Encontré al conde de La Perouse, que solicitaba de la emperatriz el reembolso de medio millón
de florines que Carlos VI debía a su padre. Por su conducta conocí a Las Casas, español en extremo
inteligente y —cosa rara— muy despreocupado.
Yo vivía en Viena muy tranquilo, bien de salud, y pensando siempre en mi proyectado viaje a
Portugal para la próxima primavera.
De Viena pasé a Augsburgo, donde me divertí en los bailes de máscaras y en pequeñas bancas
de faraón. Pasé allí cuatro meses entregado a todos los placeres imaginables.
Deseando ir a Spa con un poco de dinero, escribí al príncipe Carlos de Courlande, que se
encontraba en Venecia, admirablemente recibido por gran cantidad de personas notables a quienes
había entregado cartas mías de recomendación. Le dije que me enviase un centenar de ducados, y
para que me los mandase en seguida, incluí en la carta un procedimiento infalible para hacer la
piedra filosofal. Le aconsejé que quemase mi carta, asegurándole que me había quedado con la
copia. Pero no siguió mi consejo, y le fue encontrada en París, con sus demás papeles, cuando le
encerraron en la Bastilla.
Cuando esta fortaleza fue destruida, se encontró mi carta y se imprimió juntamente con otros
documentos curiosos, que luego fueron traducidos al alemán y el inglés.
Al verme con bastante oro en el bolsillo, salí de Augsburgo. Era el 14 de junio de 1767. Me
encontraba en Ulm, cuando un correo del duque de Wurtemberg pasó para ir a Luisburgo, a avisar
que Su Alteza Serenísima iba a llegar de Venecia dentro de cinco o seis días. Aquel correo traía una
carta para mí, del príncipe Carlos de Courlande. Un oficial que se hallaba presente me dijo que se
encontraba en Stuttgart cuando aquel episodio de la cuestión de juego, y que los tres oficiales que
quisieron explotarme y hacerme arrestar, habían sido finalmente individualizados.
71. Leyendo la carta, que sólo se refería a asuntos generales, se me ocurrió decir que Su Alteza
Serenísima me nombraba secretario particular con mil doscientos escudos de sueldo.
Después de haber pasado una excelente noche, me desperté con la idea deliciosa de ir a
Luisburgo, no para batirme con los tres oficiales, que se encontraban allí, sino para intimidarlos y
vengarme de ellos con mis burlas.
Cuando llegué a Luisburgo, todo el mundo me felicitó por mi nombramiento. Gracias al correo
y al oficial que se encontraba presente cuando aquel me entregó la carta, la noticia de mi nuevo
cargo circuló rápidamente por la población. No es posible imaginarse la consternación de mis
enemigos. Allí encontré a Balleti, que me presentó a Vestris, el célebre bailarín. El lector recordará
que Balleti, cuya amistad me fue constante, tomó parte muy activa en mi huida de Stuttgart.
Después de ocho días de fiestas, en que me divertí en extremo, el correo que precedía al duque
llegó a las diez de la mañana, anunciando que Su Alteza Serenísima llegaría a las cuatro.
Tan pronto como supe esta noticia, me despedí de Balleti y partí con mi equipaje a Manheim, y
de allí a Schwetzingen, donde estaba la corte del elector palatino. Pasé allí quince días deliciosos, y
partí luego para Maguncia, donde fleté una barca que me llevó a Colonia con mi equipaje y mi
coche. Era a fines de julio. Me apresuré a visitar a la señora del burgomaestre, que detestaba al
general Kettler, y me había tratado tan bien hacía siete años. Pero encontré a la señora arrepentida
de sus faltas, y viendo que se negaba a otorgarme los favores de otro tiempo, tomé el camino de
Aix-la-Chapelle, población de baños conocida también por el nombre de Aquisgrán, donde encontré
a una infinidad de amigos y amigas; pero todos se hallaban listos ya para partir a Spa, y no vacilé en
seguirlos.
En Spa, punto de reunión de gente acaudalada y de aventureros, eran menos los que iban a
tomar aguas que los que acudían a jugar o a buscar aventuras.
Yo jugé con prudencia y gané para pagar todos mis gastos y triplicar mi fortuna.
Allí encontré al barón Croce, quien después de haber perdido su dinero y el dinero obtenido de
las alhajas de una joven belga, a quien había seducido, huyó a Polonia, dejando a la infeliz
conmigo.
Como Croce le había contado varias veces la historia de la marsellesa que había abandonado en
una posada de Milán, sin dejarle más que el consejo de acudir a mí, Carlota, que así se llamaba,
tenía por buena la combinación que, por segunda vez, me hacía depositario de una joven que el
desgraciado jugador abandonaba en una situación peor que la primera, puesto que se hallaba encinta
de ocho meses.
Carlota veía claramente que yo la apreciaba, y me agradecía el respeto que por ella sentía.
Salimos de Spa sin criados, y cuando hubimos llegado a Lieja, tomamos el camino de las
Arderías, a fin de evitar Bruselas, país de Carlota; en Luxemburgo tomamos un criado que me sirvió
hasta París, donde nos hospedamos en la calle y hotel de Montmorency.
París me pareció un nuevo mundo, el viejo había desaparecido. La señora de Urfé había
muerto; mis antiguos amigos habían cambiado de casa o de fortuna; encontré a pobres enriquecidos
y a ricos arruinados; nuevos edificios, calles nuevas; no me parecía la misma ciudad. Todo estaba
más caro.
72. Mi primera visita fue para la señora de Rumain, que se alegró muchísimo de verme. Le devolví
el dinero que había tenido la gentileza de hacerme entregar en un momento de apuros.
Mi hermano vivía en el barrio de Saint-Antoine. El y su mujer se empeñaban en que fuese a
vivir con ellos; yo le prometí aceptar su invitación cuando la señora que venía conmigo hubiese sido
liberada de su estado de gravidez.
Después de haber cumplido con amigos y parientes, dediqué todo el tiempo a Carlota, que yo
había instalado cómodamente en casa de Madame Lamarre, comadrona que vivía en la calle del
barrio de Saint-Denis.
El 17 de octubre, dio felizmente a luz un niño, que fue bautizado con el nombre de Giacomo
Cario de la Croce y depositado en el hospicio de Expósitos, con una bolsa adecuada para su
educación.
El 26 del mismo mes, la infeliz Carlota murió atacada por una espantosa fiebre. Día de
amarguísimo recuerdo para mí. La noche antes, mi hermano me había entregado varias cartas, las
abrí, y la primera que leí era del señor Dándolo, que me anunciaba la muerte del señor Bragadino.
Esto agotaba la capacidad de mi dolor. Yo perdía a un hombre que durante veintidós años me había
servido de padre, viviendo económicamente y aun contrayendo deudas para atender a mis
necesidades. Como su fortuna estaba vinculada a otros no pudo dejarme nada absolutamente. Sus
acreedores se apoderaron de los muebles y la biblioteca. Sus dos amigos eran pobres y yo sólo
podía disponer de su amistad. Esta terrible noticia iba acompañada de una letra de cambio de mil
escudos que el difunto, previendo su fin inminente, me había enviado veinticuatro horas antes de
morir.
Pasé tres días en casa de mi hermano sin salir. Mi viaje a Madrid estaba resuelto y pedí a la
princesa Lubomirska una carta de recomendación. Esta princesa, que había escrito a su primo el rey
de Polonia para decirle que en cuanto a mi persona había escuchado calumnias, me dio una carta
para el conde de Aranda. El marqués de Caraccioli me dio tres, una para el príncipe de la Católica,
ministro de Nápoles en Madrid, una para el duque de Losada, gran mayordomo y favorito del rey y
otra para el marqués de Mora Pignatelli.
El día 4 de noviembre, hallándome en un concierto, oí pronunciar mi nombre. Era un joven,
sentado entre dos viejos, que dijo entre otras cosas:
—Me cuesta al menos un millón que robó a mi pobre tía, la marquesa de Urfé.
—No es usted más que un desvergonzado —dije yo—. Si nos encontrásemos fuera, le daría un
puntapié en el trasero para enseñarle a hablar.
Dicho esto salí a la calle donde aguardé un rato, a ver si el joven salía.
Dos días después, hallándome en casa de mi hermano, recibí por escrito una orden del rey para
que saliese de París en el término de veinticuatro horas.El caballero de San Luis, que me entregó
esta orden, me dijo que lo de las veinticuatro horas era pura fórmula, que podía salir cuando hubiese
hecho todos mis preparativos, pero que le prometiese no ir al teatro ni a los paseos públicos.
También me dijo que el motivo de aquella orden era mi amenaza de un puntapié en el trasero del
locuaz e impertinente joven del concierto que era par de Francia.
73. La orden era del 6 de noviembre y no salí de París hasta el 20. Mi pasaporte del duque de
Choiseul, para servirme de caballos de posta, es del día 19 de noviembre, y todavía lo conservo.
Partí solo, sin criado, muy triste, con cien luises en el bolsillo y una letra de cambio de ocho
mil francos sobre Burdeos.
La muerte me había aislado; me encontraba entrado en años, sin recursos, y con pocas
esperanzas de seguir conquistando el corazón de las mujeres.
Después de haberme detenido a comer y descansar en Poitiers y en Angulema, llegué a
Burdeos, espléndida ciudad; la primera de Francia después de París, pese a Lyon, que no vale tanto
como ella. Pasé ocho días allí, dándome buena vida, pues se vive en Burdeos mejor que en ninguna
otra parte.
Después de haber hecho el traspaso de mis ocho mil francos sobre Madrid, crucé las Landas,
Mont-de-Marson, Bayona y San Juan de Luz, donde vendí mi silla de posta que había comprado en
París al vender mi hermoso coche. De allí pasé a Pamplona atravesando los Pirineos, montado en un
mulo, con otro que llevaba mi equipaje. Estas montañas me parecieron mucho más imponentes que
los Alpes. Son más agradables, más variadas, más pintorescas y más verdes que estas.
En Pamplona, el cochero Andrés Capello se encargó de mí y de mi equipaje, y partimos para
Madrid. Las primeras veinte leguas no me cansaron, porque la carretera era tan buena como en
Francia; pero después, no puedo decir que la encontré mala, sino que no encontré carretera alguna.
Subidas y bajadas, rápidas, empinadas, sin ninguna huella de que hubiese pasado por allí coche
alguno.
No cabe imaginar que haya viajeros amantes de las comodidades que elijan aquel camino para
ir a Madrid. Por esto no me sorprendió encontrar sino lamentables posadas, buenas para arrieros que
conviven con sus muías. Eso sí, los precios eran casi inexistentes.
Dormí la segunda noche en Agreda, aquella villa fea y triste donde sor María de Agreda
enloqueció hasta el punto de escribir la vida de la Virgen dictada por la madre del Salvador. Me
dieron su obra a leer hallándome encerrado en los Plomos, y el lector recordará tal vez que las
elucubraciones de esta visionaria casi me hicieron perder el juicio o la sensatez.
Andábamos diez leguas de España por día. Una mañana, creí que íbamos precedidos de una
docena de capuchinos; al llegar cerca de ellos, vi que eran mujeres de todas edades.
—¿Qué es eso? —le dije al señor Andrés— ¿Se han vuelto locas esas mujeres?
—No señor: llevan el hábito de capuchino por devoción, y estoy seguro de que ninguna lleva
camisa.
Llevar hábito de capuchino para agradar más al Creador me pareció cosa muy extraña.
La puerta del cuarto que me daban en todas las posadas se cerraba por fuera y no por dentro.
No dije nada las dos primeras noches, pero la tercera dije a mi cochero que aquello no me agradaba.
—Hay que pasar por ello en España, señor don Giacomo, porque la Santa Inquisición ha de
poder enviar a sus esbirros a ver qué hacen los extranjeros en sus cuartos, y por consiguiente, los
viajeros no pueden cerrarse por dentro.
—¿Qué le importa a la Inquisición?
74. —Quiere saberlo todo: si come carne los días de abstinencia, si en el cuarto hay varias personas
de ambos sexos, si las mujeres duermen solas o con hombres y en último caso si son esposos
legítimos. La Santa Inquisición vigila a todas horas nuestra salvación eterna.
Empezando a conocer poco a poco la nación en que iba a vivir, llegué a Guadalajara, luego a
Alcalá y por fin a Madrid.
La lengua española me pareció la más agradable, la más rica de las modernas. No hay duda que
es una de las más sonoras, más enérgicas y majestuosas del mundo. Se pronuncia ore rotundo y es
susceptible de la armonía más poética. Sería igual, superior quizá a la italiana para la música, si no
tuviese tres letras guturales que estropean su dulzura. Al entrar por la puerta de Alcalá, me
registraron el equipaje, y como los empleados fijaban su atención en los libros, les disgustó mucho
no hallar más que la Ilíada en griego y Horacio en latín. Me los requisaron, pero me los devolvieron
después, en el café donde me había hospedado, calle de la Cruz.
En la puerta de Alcalá, un empleado me pidió un polvo de rapé; abro mi caja y se la presento;
pero en vez de tomar el polvo, se apodera de la caja diciendo:
—Señor, este tabaco es maldito en España.
Era rapé de París.
El insolente me devolvió la caja después de haber echado el rapé al suelo.
Bastante bien alojado, sólo sentí la falta de fuego, pues el frío era seco y más vivo que en París,
a pesar de los cuarenta grados de latitud. Esto es a causa de que Madrid es la ciudad más elevada de
Europa y está rodeada de altas montañas, como el Guadarrama, que con frecuencia se cubre de
nieve. El aire de Madrid no es bueno para los extranjeros; ahoga a los físicos algo corpulentos; es
bueno para los españoles que son, en general, secos y delgados.
Los hombres tienen el espíritu limitado por muchas preocupaciones, mientras que las mujeres,
aunque ignorantes, son generalmente vivarachas y graciosas. Pero unos y otras se hallan animados
de deseos, de pasiones, tan vivas como el aire que respiran, tan ardientes como el sol que ilumina
aquellas regiones.
El español convierte en cuestión de honra el más mínimo desliz de la mujer que le pertenece.
Las intrigas de amor son en extremo misteriosas y llenas, según me dijeron, de peligros.
Los hombres son más bien feos que buenos mozos, a pesar de numerosas excepciones, mientras
que, en general, las mujeres son bonitas.
El amante más dispuesto a arrostrar los peligros, es el preferido siempre. En el paseo, en la
iglesia, en el teatro, las españolas hablan con los ojos a quien quieren; poseen este seductor lenguaje
a la perfección.
Mientras hacía instalar una estufa en mi cuarto, me dijeron que podía ir a calentarme a la puerta
del Sol, ancha plaza donde el calentador universal prodiga sus riquezas. Allí vi a muchos hombres
que se paseaban, ya solos y a prisa, ya lentamente, hablando con sus amigos. No me gustó este
paseo.
Entregué todas mis cartas, empezando por la del príncipe Lubomirski al conde de Aranda. Este
era el que, en un día, había librado a España de todos los jesuítas. Más poderoso en Madrid que el
75. mismo rey, era presidente del consejo de Castilla, y no salía sino acompañado de una guardia real.
Filósofo profundo, gran político, intrépido, determinado, inflexible, vividor disimulado, hacía en su
casa todo lo que prohibía a los demás.
Este señor, bastante feo y bizco, me recibió con cierta frialdad. Cuando le hube dicho que no
podía contar con apoyo del embajador de Venecia, me aconsejó que procurase divertirme sin
esperar que el rey pudiese utilizar mis servicios.
Luego fui a la casa del embajador de Nápoles, que me habló en el mismo sentido; y no de otro
modo me habló el marqués de Moras, con ser el más amable de todos los españoles. El duque de
Losada, mayordomo mayor y favorito de Su Majestad Católica, sintiendo no poder hacer nada a
pesar de sus buenos deseos, me aconsejó que procurase introducirme en casa del embajador de
Venecia y captarme su apoyo, a pesar de mi situación con el consejo de los Diez, que él podía pasar
por alto. Me dispuse a seguir los consejos de aquel prudente anciano, y para ello escribí una carta
urgente al señor Dándolo, pidiendo una carta de recomendación que obligase al embajador a
favorecerme en la corte, a pesar de mi causa pendiente con los Inquisidores de Estado.
Me presenté luego a Gaspar Soderini, secretario de la embajada de Venecia, hombre de talento,
prudente y honrado, quien sin embargo, llegó a decirme que le extrañaba que yo hubiese tenido el
atrevimiento de presentarme en la embajada.
Me defendí justificadamente y pareció aprobar mi conducta; tanto que me aconsejó escribiera
al embajador repitiéndole lo que acababa de decirle.
Le escribí, efectivamente, y un día después me anunciaron al conde Manucci, joven de porte
distinguido. De parte del embajador Moncenigo, me dijo que éste deseaba verme como particular,
ya que no podía recibirme como representante de Venecia.
—Lo conoce y lo aprecia —añadió el conde.
El embajador me recibió muy bien, pero me dijo que no podía recibirme públicamente sin
crearse enemigos.
A pesar de su reputación pederástica, Moncenigo era querido en Madrid. Me reí, en un baile, de
un grande de España que me dijo con cierto misterio, al verme con Manucci, que este joven era la
mujer del embajador. Yo sabía que, de hecho, lo que sucedía era lo contrario.
Hice varias visitas al pintor Mengs, quien hacía diez años que estaba al servicio bien pago de
Su Majestad y me dio excelentes comidas con sus amigos. En su casa conocí al arquitecto Sabatini,
que construyó las cloacas y dio salubridad a Madrid.
Para distraerme frecuentaba el teatro y los bailes de máscaras que el conde de Aranda había
establecido en Madrid, en una sala construida para ello, llamada los Escaños del Peral. En un gran
palco situado en frente del escenario permanecían los padres de la Inquisición para vigilar por las
buenas costumbres y decencia del público y los actores.
Los españoles fundamentan toda su religión en la práctica aparente del culto exterior. No hay
mujer libertina que, antes de entregarse a los deseos de su amante, no empiece por cubrir con un
velo la imagen del crucifijo o de la Virgen que se halla en el cuarto.
76. En Madrid, todo hombre que come en una hostería con una mujer, en un cuarto reservado, ha
de soportar que el camarero permanezca constantemente en la habitación, a fin de que pueda jurar,
después de la comida, que aquel hombre y aquella mujer no han hecho más que comer y beber.
A pesar de todas estas precauciones, el libertinaje es extraordinario en Madrid, con la
circunstancia agravante de la hipocresía.
Las mujeres son peligrosas por las enfermedades que muchas de ellas comunican a los que
obtienen sus favores.
El baile de máscaras es sumamente divertido. A medianoche, al son de orquesta y palmoteos,
se baila el famoso fandango, baile mucho más animado y más loco de lo que yo me había figurado.
Cada pareja toma mil actitudes de extraordinaria lascivia. Allí se encuentra la expresión del amor,
desde su nacimiento hasta su fin, desde el suspiro que desea hasta el éxtasis del goce. Me parecía
imposible que después de semejante danza, la bailarina pudiese rehusar nada a su bailarín. Aquella
bacanal me daba tanto gusto que yo lanzaba gritos de aprobación. Mas para formarse una verdadera
idea del fandango, hay que verlo bailar por gitanas y gitanos. Un caballero, a quien conocí en los
Escaños del Peral, me presentó a una señora de mediana edad que se llamaba la Pichona, cuya
tertulia frecuenté.
Ante todo, quise aprender el fandango y me lo enseñó un actor y bailarín que también me dio
lecciones de lengua castellana. En tres días supe bailar perfectamente aquella danza popular y di
pruebas de ello en el baile de máscaras.
La Pichona había sido actriz, como supe poco tiempo después de haberle sido presentado, y
debía su fortuna a la protección del duque de Medinaceli. Este fue a visitarla un día de mucho frío y
habiéndola encontrado sin fuego, por no tener con qué comprar carbón, le envió un brasero de plata,
con cien mil duros en oro. Desde entonces, la Pichona vivía muy holgadamente y tenía una
agradable tertulia.
Por aquellos días murió el duque, después de una enfermedad de cuarenta y ocho horas.
Cuando la Pichona me anunció tan triste noticia, supe que era él quien me la había presentado en el
baile, lo cual me sorprendió en extremo.
No tardé en proporcionarme una buena pareja para los bailes; la casualidad me hizo conocer a
la hija de un zapatero remendón, muchacha muy linda, mezcla de devoción y lujuria, con la cual
pasé muy buenos ratos.
Llegó el miércoles de Ceniza, día en que se pasa, sin transición, de la locura a la piedad, del
paganismo con sus bacanales al cristianismo con sus misterios y su símbolo más ortodoxo.
Pocos días después, un hombre de mal aspecto se me acercó en la calle y me dijo que lo
siguiera a un claustro donde me diría algo que me interesaba mucho. Lo seguí en silencio, y cuando
estuvo seguro de que nadie nos veía, me dijo que el alcalde Mesa iba a hacer una requisa en mi
casa, aquella misma noche con todos sus secuaces.
—Y yo soy uno de ellos —añadió— No ignora que tiene armas prohibidas, escondidas debajo
de la estera, detrás de la estufa, y sabe, o cree saber, otras cosas que lo autorizan a llevarlo a la
cárcel.
77. Alterado entonces por el aviso de aquel hombre, a causa de la circunstancia verdadera de las
armas, le puse un doblón en la mano y me fui a mi casa, agarré mis armas bajo la capa y me refugié
en casa de Mengs. Por pertenecer al rey, la casa en que vivía el célebre pintor era inviolable.
Al día siguiente, supe por mi patrón que el alcalde había hecho en mi cuarto la denunciada
pesquisa con tres esbirros.
Mengs temía comprometerse dándome asilo; para tranquilizarlo me dispuse a partir. Mi coche
me aguardaba a la puerta, cuando se me acercó un capitán que me dijo:
—Le ruego, caballero, que me siga sin violencia al cuerpo de guardia del Buen Retiro, donde
permanecerá preso. Siendo real esta casa no puedo emplear la fuerza; pero le advierto que en menos
de una hora el caballero Mengs recibirá la orden de hacerlo salir y entonces se lo detendrá por la
fuerza.
—Voy a seguirlo pero antes me permitirá escribir cuatro cartas.
—No puedo esperar ni dejarlo escribir; podrá hacerlo cuando esté arrestado.
—Esto basta, y voy a obedecerle. Me acordaré de España cuando, en el resto de Europa, halle
gentes libres que tengan tentación de viajar por esta tierra como yo.
El capitán me condujo al palacio del Buen Retiro, que la familia real había abandonado y que
sólo servía de cárcel y cuartel. En este palacio se preparaba Felipe V, con la reina, para la
celebración de las pascuas.
La sala en que me encerraron era muy grande y olía muy mal. En ella había unos treinta presos,
diez de los cuales eran soldados. Vi diez o doce camas muy anchas y unos cuantos bancos, pero ni
sillas ni mesa alguna.
Supliqué a un soldado que me proporcione papel, pluma y tintero, y le di un duro para ello.
Tomó el duro riéndose, se fue y no volvió.
Me senté en una cama, pero al poco tiempo tuve que levantarme, viéndome lleno de chinches
cuya plaga parece endémica en España.
Mis compañeros de miseria comieron una mala sopa de ajos y pan detestable, sin más que agua
para beber. Dos curas y un individuo a quien daban el nombre de corregidor comieron de modo
excelente.
A las cuatro, un criado de Mengs me trajo una comida abundante. A las cinco, pregunté al
oficial de guardia si me estaba permitido escribir.
—Fue un abuso no haberlo permitido —me contestó.
—En tal caso, ¿le está permitido a un soldado a quien encargan que compre papel y tinta, tomar
un duro y no volver?
—¿Quién es ese soldado?
Habían relevado la guardia y nadie supo decir quién era.
—Le prometo —dijo el oficial— que haré que le devuelvan el dinero y mandaré castigar al
soldado; mientras tanto, va a tener de inmediato todo lo necesario para escribir, una mesa y luz.
78. Me saqué del bolsillo tres duros, diciendo a aquellos miserables que los daba a quien me
nombrase al soldado desleal. Inmediatamente hubo un individuo que lo nombró, y otros tres
repitieron el nombre. El oficial lo apuntó en su cartera.
Entre mil impertinencias de los presos, escribí varias cartas, llenas de indignación.
Decía a Moncenigo que su deber le imponía defender a un súbdito de su príncipe cuando los
subordinados de una potencia bárbara lo asesinaban para apoderarse de sus bienes.
Escribí a D. Manuel de Roda, ministro de gracia y justicia, apelando a él para que se me
levantase una prisión injusta. Al duque de Losada le supliqué que pusiese en conocimiento del rey
que había quien asesinaba en su nombre a un veneciano que no había cometido delito ni
contravención.
Pero la más vigorosa de las cuatro cartas que escribí fue la que dirigí al conde de Aranda.
Según costumbre mía, me quedé con copia de las cartas y las mandé por un criado que me envió
Manucci.
Pasé una de las noches más horribles que pudo imaginar Dante para tormento de sus
condenados. Todas las camas estaban ocupadas, y aún sin ser así, no me hubiera acostado en
ninguna. Diez veces pedí un poco de paja; pero aunque me la hubiesen traído, no hubiera sabido
dónde colocarla, porque todo el piso estaba inundado; para tanta gente no había más que dos o tres
orinales, y cada cual hacía donde mejor le parecía.
Pasé la noche sobre un estrecho banco, con mi brazo por almohada.
El día siguiente, a las siete de la mañana, vino Manucci y me hizo descender al cuerpo de
guardia, donde tomamos chocolate con el oficial. Quedaron horripilados de oir mis tormentos
nocturnos.
Más tarde vinieron a verme una muchacha con quien yo había contraído relaciones, y su padre,
un pobre zapatero de alma noble y generosa que me puso con disimulo un cartucho de doce onzas
de oro en la mano, diciéndome que se las devolvería cuando pudiese. Le estreché la mano
afectuosamente, le dije que yo llevaba cincuenta en el bolsillo y que no se las enseñaba por temor
de que las vieran los pillos que me rodeaban. El buen hombre se guardó su dinero llorando. Esta
especie de caracteres no son raros en España, donde la exaltación heroica es general; pero los
extremos se tocan.
El criado de Mengs me trajo la comida a las doce.
A la una me llevaron a un cuarto donde vi mi carabina y mis pistolas. El alcalde Mesa, sentado
a una mesa llena de expedientes, con dos esbirros al lado me dijo que me sentara y me ordenó que
contestase con precisión a sus preguntas, advirtiéndome que mis respuestas serían registradas.
—Apenas entiendo el español, —le dije— y no contestaré sino por escrito a cualquiera que me
interrogue en italiano, en francés o en latín.
Esta contestación, dicha con firmeza y aplomo, lo sorprendió. Me habló durante una hora; yo lo
comprendía todo, pero no hacía más que contestarle:
—No entiendo lo que dice. Busque un juez que sepa una de las lenguas que yo sé, y entonces
contestaré; pero no dictaré, sino que escribiré mis respuestas.
79. El alcalde se enfureció, pero yo ignoraba sus iras.
Por último me dio una pluma, y me dijo que escribiese en italiano mi nombre, mis antecedentes
y lo que hacía en España. No pudiendo negarle esto, me limité a escribir lo siguiente:
"Soy Giacomo Casanova, ciudadano de la República de Venecia, literato, caballero de la
Espuela de Oro. Soy bastante rico y viajo por gusto. Me conocen el embajador de Venecia, el conde
de Aranda, el príncipe de la Católica, el marqués de Moras y el duque de Losada. En manera alguna
he faltado a las leyes de Su Majestad Católica, y sin embargo me arrestan, me encierran con
malhechores y ladrones, y esto lo hacen magistrados que merecerían ser tratados con mucha más
dureza que yo. No habiendo hecho nada contrario a las leyes, Su Majestad Católica debe saber que
no tiene más derecho sobre mí que el de ordenarme salir de sus Estados y obedeceré tan pronto
como reciba esta orden. Mis armas, que veo aquí, viajan conmigo hace once años; no las llevo sino
para defenderme de los ladrones en la ruta. En mi coche las vieron los oficiales de la puerta de
Alcalá, y nadie me las confiscó, lo cual indica que ahora no son más que un pretexto para vejarme".
El alcalde se hizo traducir por un individuo lo que el lector acaba de leer. Se levantó y exclamó
mirándome furioso:
— ¡Válgame Dios! Se arrepentirá de haber escrito estas líneas injustas e insolentes.
Al proferir esta amenaza de inquisidor, se fue furioso, ordenando que me llevaran al sitio de
donde venía.
Mi segunda noche en la cárcel fue todavía más horrible que la primera.
Por la mañana volvió Manucci con un chocolate excelente que me reanimó un poco. Momentos
después de haberlo tomado, se abrió la puerta y se presentó un oficial superior, acompañado de
otros dos.
—¿El señor Casanova? —preguntó.
Yo me adelanté pronunciando mi nombre.
—Señor, —dijo el coronel— Su Excelencia el conde de Aranda se halla a la puerta y siente
mucho lo que ha ocurrido. Nada ha sabido hasta que ha recibido su carta, y si le hubiese escrito
antes, su detención hubiera sido menos larga...
—Tal era mi intención, coronel, pero un soldado...
Y le conté la mala jugada del soldado ladrón.
El coronel dio al capitán una dura reprimenda, le ordenó que me devolviese él mismo un duro
que tomé riéndome, y que hiciese venir al soldado para castigarlo en mi presencia.
El emisario del conde de Aranda era el conde Reya, coronel del regimiento de guarnición en el
Buen Retiro. Después de haber escuchado el relato de mi arbitrario encarcelamiento y de mis
padecimientos, me aseguró que todo el mal procedía de la denuncia calumniadora de mi criado,
pillastre que no volví a ver.
—Cuando invite al pintor Mengs, le ruego que lo acompañe a comer conmigo —añadió el
coronel en el momento de marcharse.
A las tres de la tarde vino el alcalde Mesa a decirme que le siguiera, pues tenía orden de
acompañarme a mi casa, donde contaba que yo hallaría todo lo que había dejado. Uno de sus
80. agentes recibió el encargo de llevar mis armas a mi domicilio. El oficial de guardia me entregó mi
espada.
Una vez en mi casa con el alcalde y sus secuaces, dije que lo hallaba todo en el orden en que lo
había dejado.
Después de haberme lavado y vestido, la gratitud antes que el amor me hizo ir a casa del
honrado y generoso zapatero. El buen hombre estaba tan orgulloso de haber adivinado que yo era
víctima de un error, como contento de volverme a ver en libertad. Su hija Ignacia estaba loca de
alegría, y mi amor por ella aumentó considerablemente.
Al salir de casa del honrado menestral, fui a ver a Mengs, a quien sorprendió mucho verme tan
pronto en libertad. Lo encontré vestido de etiqueta para ir a hablar en favor mío a don Manuel de
Roda; le di las gracias por sus buenos deseos y él me entregó una carta de Venecia que acababa de
recibir. La abrí, era del señor Dándolo y contenía otra para el señor de Moncenigo. El señor
Dándolo me decía que después de la lectura de aquella carta, el embajador no temería ya disgustar a
los Inquisidores de Estado presentándome públicamente, pues la persona que la escribía me
recomendaba a él de parte de los tres inquisidores.
Oyendo esto, Mengs me dijo que de mí dependía hacer mi fortuna en España mediante una
buena conducta, principalmente en el momento en que todos los ministros se hallaban en la
necesidad de hacerme olvidar el desagradable episodio que se me acababa de hacer padecer.
Llevé la carta al embajador quien, después de haberse enterado del contenido, me invitó a
comer en compañía de Mengs y me dijo que iba a presentarme a la corte la semana siguiente.
CAPITULO XII
del tomo 9
En los principales acontecimientos de mi vida, siempre se han presentado curiosas
circunstancias para hacerme algo supersticioso; me siento humillado cuando, haciendo profundo
examen de conciencia, me veo obligado a confesar esta verdad. ¿Pero cómo defenderse? Está en la
naturaleza que el azar haga de un hombre lo que hace con una bola de marfil que empuja para reírse
cuando por casualidad cae en la tronera; pero me parece que no es natural lo que hace un niño que
se entrega a sus caprichos, en un billar, puesto que no es igual a un jugador hábil que calcula la
fuerza de la velocidad, la de reacción, la distancia, la medida de los ángulos, y una cantidad de
cosas que no ven en un billar los jugadores inexpertos. No me parece natural que yo haga a la
fortuna el honor de considerarla como excelente geómetra, ni que suponga a esta también sujeta a
las leyes físicas a que veo sometida a toda la naturaleza. Sin embargo, a pesar de esta reflexión, me
extraña lo que observo.
Esta fortuna, que he de menospreciar como sinónimo de casualidad, adquiere el carácter muy
respetable de una deidad en todos los acontecimientos importantes de mi vida. Siempre ha parecido
complacerse en probarme que no es ciega, por mucho que se diga; nunca me ha humillado sino para
levantarme según fue mi caída, y diríase que nunca me ha hecho subir muy alto más que para
81. precipitarme en el abismo. Parece que no ha querido ejercer sobre mí un poder absoluto sino para
convencerme de que es dueña de todo.
Para llegar a esta demostración siempre ha desplegado medios capaces de hacerme operar, de
grado o por fuerza, y para darme a comprender que mi voluntad, lejos de ser libre, no es sino un
instrumento de que se servía para hacer de mí lo que se le antojaba. No contaba con nada en España
sin el apoyo del representante de mi patria, y éste no se hubiera atrevido a hacer nada por mí sin una
carta que le hice entregar.
Es probable que esta carta hubiera quedado sin consecuencias, si no hubiese llegado
precisamente en el momento de mi arresto, que era la noticia del día, a causa de la reparación que el
conde de Aranda me había hecho dar.
Esta carta hizo arrepentir al embajador de no haber intervenido con su autoridad y de no haber
hecho nada todavía en mi favor. Sin embargo, quiso hacer creer al público que el conde de Aranda
había obrado así conmigo por instigación suya. Su favorito, el conde Manucci, había venido a
comer de su parte, y por suerte yo estaba comprometido a comer con Mengs, lo cual hizo que
Manucci tuviese la idea de ir a convidar al gran pintor, invitación que mucho halagó el amor propio
y la vanidad de un hombre en cuya casa me había refugiado, aunque inútilmente. Esta invitación
tuvo según él todas las apariencias de un acto de gratitud, lo cual le resarcía de la mortificación que
había experimentado sin duda al verme detener en su casa. Luego me escribió que vendría a
buscarme en su coche.
Al día siguiente visité al conde Aranda, que me devolvió las cuatro cartas que yo había escrito
en la cárcel. Estuvo amabilísimo conmigo y me aconsejó que hiciese una visita al alcalde Mesa y
otra a don Manuel de Roda, que quería conocerme.
Al separarme del conde, fui a ver al coronel Reya, quien me dijo que yo había hecho mal en
decir al ministro que quedaba satisfecho con la reparación.
¿Qué más podía pretender?
—Todo. Destitución del alcalde y cincuenta mil duros de indemnización.
El coronel, que es hoy general, es uno de los españoles más amables que he conocido.
Mengs vino a mi casa a buscarme y fuimos juntos a comer con el embajador de Venecia, quien
me hizo una recepción cordial. Los convidados eran el abate Bigliardi, procónsul de Francia, don
Rodrigo de Campomanes y el célebre don Pablo de Olavides. Después de haber escuchado el relato
de mi entrevista con el conde Aranda, quisieron leer mis cartas y cada uno las interpretó según su
óptica, unos aprobándolas y otros calificándolas de feroces.
Me alegré mucho de conocer a Campomanes y a Olavides, hombres de talento de una especie
muy rara en España. Sin ser cabalmente hombres sabios, se hallaban por encima de las
preocupaciones religiosas, pues no solamente no temían burlarse de ellas en público, sino que
trabajaban abiertamente para combatirlas.
Campomanes había proporcionado a Aranda todo el material contra los jesuítas.
Era de observar y el hecho no dejaba de ser gracioso, que Campomanes, el conde de Aranda y
el general de los jesuitas eran bizcos. Habiendo preguntado a Campomanes por qué aborrecía a los
82. jesuítas, me dijo que les tenía odio como a todas las órdenes religiosas, raza parásita e inútil que
haría desaparecer gustoso de la península y del mundo entero. Era autor de todo lo que se había
publicado contra las requisas eclesiásticas y como estaba íntimamente relacionado con el embajador
de Venecia, el señor Moncenigo le había comunicado todo lo que el Senado había hecho contra los
frailes. Hubiera podido enterarse leyendo lo que nuestro fray Pablo Sarpi ha escrito sobre esta
materia. Sagaz, activo, valeroso, fiscal del consejo supremo de Castilla, del cual era presidente
Aranda, era tenido por hombre íntegro que no obraba jamás sino para el bien del Estado. Por eso lo
apreciaban todos los estadistas; pero los frailes y los beatos lo odiaban, y la Inquisición había jurado
su caída. Se decía en público que si dentro de dos o tres años Campomanes no se hacía obispo,
moriría en los calabozos de la Santa Hermandad. Esta profecía sólo se realizó en parte. Fue en
efecto encerrado, cuatro años después, en la cárcel de la Inquisición; pero salió al cabo de tres años
haciéndose el arrepentido.
La enfermedad que corroe España aún está activa.
Olavides fue tratado más duramente; y el mismo Aranda sólo escapó al monstruo sanguinario
mediante varios subterfugios; hombre de buen sentido y de una mente tan penetrante como
profunda, pidió la embajada en Francia, que el rey le concedió, contento de escapar así a la
obligación de entregarlo al furor de los frailes.
Carlos III, muerto loco como mueren todos los reyes que son al mismo tiempo hombres
honrados, había hecho cosas increíbles para los que lo conocían; era testarudo como un mulo, débil
como una mujer, materialista como un holandés, beato y muy dispuesto a morir antes que
mancharse con el más pequeño de los pecados mortales.
Fácilmente se entiende que un hombre así fuese esclavo de su confesor.
Con el señor de Olavides hablé extensamente acerca de un proyecto de colonia de suizos en la
Sierra Morena. Le hice numerosas observaciones que me pidió le presentara por escrito, y accedí a
su pedido.
El gabinete de Madrid se ocupaba mucho de esta operación. Se habían hecho venir de
diferentes cantones de Suiza mil familias para formar una colonia en la desierta comarca de Sierra
Morena. La naturaleza parecía haberse complacido en multiplicar en aquel país todas las ventajas;
un clima delicioso, un suelo fértil, aguas puras y abundantes, una posición ventajosísima en el
centro de Andalucía; y sin embargo tan hermoso país estaba desierto.
Deseando cambiar aquel estado de cosas anormal y casi inexplicable, Su Majestad Católica
había resuelto entregar a colonos inteligentes y laboriosos todos los productos de la tierra durante
cierta cantidad de años. Con este fin, había hecho venir a suizos, pagándoles el viaje. Llegaron los
suizos y el gobierno español organizó cómo instalarlos y someterlos a una buena vigilancia
temporal y espiritual. Olavides, literato distinguido, apoyaba aquella empresa. Conferenciaba con
los ministros para organizar aquella nueva población, dotarla de magistrados que administrasen
pronta y buena justicia; de curas, de un gobernador, de herramientas necesarias para hacer construir
casas, iglesias, y sobre todo una plaza de toros, cosa inútil para los buenos suizos, pero sin la cual
los españoles no conciben que se pueda vivir.
83. En las Memorias que don Pablo Olavides había presentado para la gran prosperidad de la
colonia, decía justificadamente que había que evitar todo establecimiento de frailes; pero pronto
tuvo en contra a todos los religiosos y monaguillos de España, sin excluir al obispo de la diócesis en
que se hallaba la colonia.
Los curas seculares decían que Olavides tenía razón, pero los frailes lo acusaban de impiedad y
como la Inquisición era frailuna, las persecuciones empezaban ya.
En mi conversación con el señor de Olavides, dije que en pocos años la colonia, fundada sobre
tantos sacrificios económicos, se desvanecería como el humo, por varias razones físicas y morales.
La principal que alegué, fue que el suizo difiere de los naturales de todas las naciones.
—Es un vegetal —dije— que trasplantado a un terreno en que no ha nacido, se deteriora y
muere. Los suizos son el pueblo más inclinado a la nostalgia. Cuando esta enfermedad empieza a
afectarlos, el único remedio que hay es mandarlos de vuelta al país, al chalet, al pueblo, al lago que
los vio nacer.
Según mi entender sería mejor combinar la colonia suiza con otra española, a fin de mezclarlos
por medio de matrimonios. También sería necesario, por lo menos al principio, no darles más que
curas y magistrados suizos, y declararlos, sobre todo, fuera del alcance de la Inquisición por lo que
hace a su conciencia.El campesino suizo tiene leyes, usos y costumbres sobre la manera de hacer el
amor, inseparables de su condición, y que el ceremonial eclesiástico de España no aprobaría jamás.
La menor traba en esta materia acarrearía rápidamente una repulsa general.
Mi razonamiento, que al principio pareció una broma a Olavides, comenzó a darle a entender
que bien pudiera yo tener razón. Me pidió que escribiese mis reflexiones y que no comunicase a
nadie más que a él mis conocimientos sobre tal materia. Se lo prometí, y Mengs fijó el día en que
ambos iríamos a comer juntos en su casa.
Mengs se empeñó en que fuese a vivir con él, y consentí en trasladarme a su casa. Tan pronto
como me hallé instalado, me puse a trabajar sobre la cuestión de las colonias, tratando la materia
como físico y como filósofo.
No dejé de visitar a don Manuel de Roda con quien pasé un buen rato hablando de literatura,
que era su tema predilecto.
El duque de Losada me felicitó por los elogios que hacía de mí a todo el mundo el embajador
de Venecia.
Con éste me invitó a comer el príncipe de la Católica. Todos me aconsejaban que tratase de
obtener algún beneficio de mis relaciones y de mis conocimientos. Empezaba yo a pensar
seriamente en emplearme, puesto que no recibía carta de Lisboa. Paulina no me escribía y no me era
posible averiguar lo que había sido de ella.
En tres semanas conocí a mucha gente importante. Asistía con frecuencia a la tertulia de la
Sabatini, a la casa del duque de Medina Sidonia, escudero mayor del rey, literato prestigioso, y a la
casa de doña Ignacia, la hija del zapatero. Como estábamos en cuaresma y se acercaba la Semana
Santa, la devota muchacha reservaba todos los placeres para después de Pascua, diciendo que en
aquellos días, en que Jesús muere por nosotros, sólo había que pensar en hacer penitencia.
Moneenigo tenía que presentarme al rey en Aranjuez, pero fui atacado por una espantosa fiebre que
84. duró cuarenta y ocho horas y luego se me formó un abceso, del tamaño de un melón. El abceso
supuró durante cuatro días, y me dejó tan débil que estuve en cama varios días más.
En esto habían transcurrido la Semana Santa y las fiestas de Pascua. Entonces recibí de Mengs
una nota en los siguientes términos:
"Ayer, el cura de mi parroquia mandó fijar a la puerta de la iglesia parroquial el nombre de las
personas que viven en su distrito, y que, no creyendo en Dios, no han comulgado con motivo de la
Pascua. Entre esos nombres, figura el suyo con todas sus letras, y he tenido que soportar un
reproche del cura, por haber dado asilo a un heterodoxo. No he sabido qué contestarle, porque es
evidente que hubiera podido estar un día más en Madrid y cumplir con el precepto, aunque no
hubiese sido sino por las consideraciones que me debe. Lo que yo debo al rey, mi señor, el celo con
que debo velar por mi reputación y mi tranquilidad para el porvenir me obligan, por ahora, a decirle
que mi casa ya no es la suya. Cuando vuelva a Madrid, vivirá donde le dé la gana, y mis criados
entregarán su equipaje a quien esté por usted autorizada a recogerlo.
Antonio Rafael Mengs".
"Suyo.
Esta carta brutal, insolente e injustificada me produjo tal sorpresa, que Mengs no hubiera
quedado impune a no haberme hallado rendido en cama.
La rabia me dio fuerzas; me levanté y me hice llevar en silla de manos a la iglesia de Aranjuez,
donde un fraile me confesó, me dio la comunión y me extendió un certificado que envié al cura de
la parroquia de Mengs, suplicándole que me borrase de la lista de los heterodoxos. Al mismo
tiempo contesté a Mengs que no merecía su ofensa, por haberle honrado yendo a vivir en su casa;
pero que como cristiano que acababa de comulgar, le perdonaba su conducta injustificada.
El embajador, a quien referí el caso, me contestó:
—No me extraña. Mengs no se destaca sino por su talento, y todo Madrid sabe que es un
ordinario.
En efecto aquel hombre ambicioso no me había invitado a vivir en su casa sino por vanidad.
Quería que toda la ciudad lo supiese, en el momento en que todo el mundo hablaba de la pública
satisfacción que yo había obtenido del conde Aranda y que imaginasen que se me había concedido
en parte por consideración a él. Me había dicho efectivamente, en un momento de mal humor, que
había debido exigir que el alcalde Mesa me acompañase no a mi casa sino a la suya, a la de Mengs,
puesto que era allí donde sus secuaces me habían dado a conocer la orden de mi arresto.
Mengs era ambicioso de gloria; gran trabajador, celoso y merecedor de algún mérito. Aunque
era gran pintor por el dibujo, carecía de inventiva, parte esencial del pintor como del poeta.
Habiéndole dicho un día:
—Así como todo gran poeta ha de ser pintor, todo gran pintor ha de ser poeta.
Se enojó porque pensó injustificadamente que yo quería reprocharle su defecto, de que estaba
convencido, pero que no quería confesar.
Era muy ignorante y tenía la debilidad de querer pasar por erudito; devoto de Baco y de Como,
quería pasar por sobrio; era lascivo, colérico, celoso y avaro y aspiraba a ser calificado como
85. hombre virtuoso. Como era muy trabajador, generalmente no comía, porque bebiendo hasta perder
el sentido, no podía hacer nada después de comer. Se contentaba con desayunarse y cenar. Cuando
comía en casa ajena, no bebía más que agua a fin de no comprometerse. Hablaba cuatro lenguas,
pero mal y ni siquiera sabía escribir bien la suya. Sin embargo, en esto, como en todo, quería ser
perfecto. Interesándome realmente por él, como huésped suyo, me cobró inquina algunos días antes
de irme a Aranjuez, porque la casualidad me puso en la oportunidad de ver sus debilidades y porque
tuvo que someterse a mis direcciones. El hombre estaba indignado por deberme obligaciones. Un
día yo había impedido que enviase a la Corte una Memoria que lo hubiese puesto en ridículo.
Esta memoria había de ser leída por el rey y Mengs había firmado el más ínclito, queriendo
decir el más humilde. Yo le hice observar que el más ínclito significaba el más ilustre, el más noble,
el más elevado. El orgulloso ignorante se puso furioso, me dijo que hacía muy mal en creer que
sabía el español mejor que él y lo sofocaba el despecho: un diccionario resolvió la cuestión.
Otra vez, creí deber impedirle que cometiera una necedad enviando una crítica laboriosamente
escrita contra alguien que había dicho que no teníamos en el mundo ningún monumento
antediluviano. Mengs creía rebatir al autor diciendo que estaban las ruinas de la torre de Babilonia;
doble barbaridad, puesto que no se ven las supuestas ruinas, y aun cuando se viesen, aquella torre
singular es un hecho posdiluviano.
También tenía la manía de plantear cuestiones de alta metafísica, y no entendía nada; su
debilidad consistía en hablar de la belleza y definirla, y las necedades que decían eran atroces.
En sus momentos de cólera, Mengs pegaba a sus hijos hasta el caso de estropearlos. Más de una
vez arranqué de sus manos a su pobre hijo, que aquel maldito parecía querer destrozar. Se jactaba
de haber sido educado por su padre, bohemio y mal pintor, con el bastón en la mano. Decía que a
esto debía él ser gran pintor y había decidido emplear el mismo sistema para obligar a sus hijos a
llegar a ser alguien.Quedaba muy ofendido cuando recibía una carta sin que en el sobre estuviera su
título de caballero ni su nombre de Rafael. Un día me tomé la libertad de decirle que aquellas cosas
eran consideradas como bagatelas y que poco me había importado que las cartas que él me había
dirigido a Florencia y a Madrid no llevasen mi título de caballero, a pesar de que yo poseía igual
nominación que él.
No contestó nada e hizo bien; pero por la omisión de sus nombres de pila, conocía yo la locura
que solía acometerlo. Tenía la simpleza de decir que, llamándose Antonio como el Correggio y
Rafael como el de Urbino, los que dejaban de hacer preceder su nombre de Mengs de aquellos dos
nombres de pila, no podían hacerlo sino con la intención de negarle las dos partes de la pintura que
brillan separadamente en aquellos dos grandes pintores y que él reunía en sí.
Un día le dije que la mano de una figura que yo miraba en uno de sus cuadros era defectuosa,
porque el dedo anular era más corto que el índice. Me contestó ásperamente que ello tenía que ser
así y como prueba me enseñó su mano. Me eché a reír, enseñándole la mía diciéndole que estaba
seguro de tener la mano conformada como todos los descendientes de Adán.
—¿De quién pretende, pues, que yo descienda?
— ¡Qué se yo! Pero es seguro que no es usted de mi especie.
86. —Usted no es de la mía, ni la de los hombres comunes, porque todas las manos bien hechas, de
hombre o de mujer, son como la mía, no como la suya.
—Apuesto cien doblones a que está equivocado. Se levantó y tiró al suelo su paleta y sus
pinceles; llamó a los criados y me dijo:
—Vamos a ver.
Acudieron aquellos y les miró las manos; vio el índice más corto que el anular.Por primera vez
lo vi reír y terminar la disputa con un chiste:
—Me alegro de poder decir que soy único en algo.
Voy a contar aquí una cosa muy sensata que Mengs me dijo un día.
Había pintado una Magdalena que, en verdad, era de una hermosura sorprendente. Hacía unos
días que me decía por la mañana:
—Esta noche quedará concluido este cuadro. Un día le dije que se había equivocado el día
antes, diciéndome que el cuadro quedaría concluido por la noche.
—No —me dijo— porque podría parecer acabado a los ojos del noventa y nueve por ciento de
los inteligentes; pero me importa sobre todo el juicio del centésimo y lo miro con esos ojos. Sepa
que no hay cuadro en el mundo que su acabado no sea más que relativo. Esta Magdalena no lo será
hasta que yo deje de trabajar en ella, un día más, sería más acabada. Sepa que en Petrarca no hay un
soneto que sea realmente acabado. Nada de cuanto sale de la mano o de la inteligencia del hombre
es perfecto, exceptuando el cálculo matemático.
Cuando terminó de hablar lo abracé por haberlo hecho tan bien. No sucedió lo mismo un día en
que me dijo que quisiera haber sido Rafael de Urbino.
— ¡Era un gran pintor!
—En efecto —le dije— ¿cómo puede decir que quisiera haber sido? Este deseo es contrario a
la naturaleza, porque, si hubiese sido Rafael, no existiría ya. No puede hablar formalmente sino
imaginando que gozaría de la gloria del paraíso; y en tal caso no digo nada.
—No, señor; quisiera haber sido Rafael sin pensar en existir hoy, ni en cuerpo ni en alma.
— ¡Qué absurdo! Pero reflexione un poco lo que dice. No cabe tener semejante deseo para un
ser dotado de razonamiento. Se puso furioso y me llenó de insultos que me hicieron reir.
Otra vez comparó el trabajo del poeta que compone una tragedia con el de un pintor que
compone un cuadro, donde toda la tragedia aparece en una sola escena.
Después de haber hecho el análisis de varias diferencias, concluí diciéndole que el poeta trágico
se veía obligado a poner en actividad todas las fuerzas de su genio para ordenar los más mínimos
detalles, mientras que el pintor, no teniendo que trabajar más que a una superficie, podía elegir y
fijar colores hablando con un amigo.
—Esto prueba que un cuadro es tanto el producto manual del artista como la obra de su
inteligencia, mientras que en una buena tragedia, todo es obra del genio. Esto demuestra claramente
la inferioridad del pintor en relación con el poeta. Halle un poeta que pueda encargar a su cocinero
87. la lista de la cena cuando se halla ocupado en la ardua elaboración de una tragedia o en la textura de
versos épicos.
Cuando Mengs se sentía vencido y convencido, antes que ceder, antes que confesar que se
equivocaba, se enfurecía y se consideraba insultado. Sin embargo, este hombre, aunque muerto a la
edad de cincuenta años, pasará a la posteridad como filósofo, gran estoico, sabio y lleno de virtudes;
y esto por la biografía que uno de los devotos de su talento hizo imprimir y dedicó al rey de España.
Esta biografía, verdadero panegírico cortesano no es más que un cúmulo de mentiras. Mengs no fue
sino un pintor; como tal, aunque no hubiese producido más que el magnífico cuadro que adorna el
altar mayor de la capilla real de Dresde, merecía pasar a la posteridad, aunque la idea de esta obra
maestra deriva de la admirable creación del príncipe de los pintores, el inmortal Rafael, la
Transfiguración.
Hablaré otra vez de Mengs dentro de dos o tres años, época en que lo encontré en Roma..
Manucci me invitó a ir con él a Toledo, y me interesó mucho esta ciudad. La rodea el Tajo, el
río de las arenas de oro. Un guía nos acompañó al Alcázar, que es el Louvre de Toledo, gran palacio
real. La catedral es un monumento digno de ser visto por las riquezas que encierra. El arzobispo
tiene trescientos mil duros de renta y cuatrocientos mil, su clero. El día siguiente nos hicieron visitar
los gabinetes de física y de historia natural.
El viaje fortificó mi salud, de modo que a mi regreso a Aranjuez, me puse a visitar a todos los
ministros. El embajador de Venecia me presentó al marqués de Grimaldi, con el cual tuve varías
entrevistas sobre la colonia de Sierra Morena, proyecto que no avanzaba. Le entregué un informe en
que probaba que aquella colonia tenía que estar compuesta por españoles.
—Sí —me dijo— pero España está mal poblada en todas partes; según este plan, sería
necesario despoblar un lugar para enriquecer a otro.
—No señor, porque diez habitantes que mueren de miseria en Asturias, no morirían en la
colonia sino después de haber producido cincuenta hijos. Estos cincuenta producirían doscientos y
así sucesivamente.
Mi proyecto fue remitido a una comisión y el marqués de Grimaldi me aseguró que, si era
admitido, yo sería nombrado gobernador de la colonia.
Una compañía de ópera cómica italiana tenía entonces mucho éxito en la corte, exceptuando la
aprobación del rey, a quien no le gustaba la música. Este rey tenía la fisiología de órganos como
este animal que se halla desprovisto de toda sensación de armonía acústica.
Un maestro de música italiano quería componer una ópera; yo me ofrecí a escribirle el libreto y
en pocos días versifiqué tres actos. Se representó la ópera con éxito; el compositor recibió hermosos
regalos; a mí me consideraron superior a un poeta que trabaja por dinero y fui pagado en aplausos:
verdadera moneda de corte.
La composición de esta ópera me hizo conocer a muchos artistas.
La primera tiple era una romana llamada Pelliccia, ni hermosa, ni fea, un poco bizca y de
mediano talento. Tenía una hermana más joven y realmente bonita. A pesar de esta diferencia, la
joven no interesaba a nadie y la mayor acaparaba el afecto de todos los que le hablaban.
88. Su rostro tenía el prestigio de los ojos bizcos, una mirada penetrante y dulce, una sonrisa fina y
modesta, un aire desenvuelto y noble, sin pretensión alguna. Todo el mundo se quedaba prendado
de ella.
Su marido era un mal pintor, bastante feo, que más parecía su criado que su esposo. Le era muy
sumiso y ella le correspondía con muchas consideraciones.
Aquella mujer no me inspiró amor, sino una sincera amistad. Iba a verla cada día y le hacía
versos sobre aires romanos que ella cantaba con muchísima gracia. Era para conmigo, lo que yo
para con ella: una verdadera amiga.
Un día en que había de ensayar un acto de la ópera cuyo libreto yo había hecho, le hablaba de
los grandes personajes que estaban presentes y que no habían venido más que para oir la nueva
música.
El empresario Marescalchi se había comprometido con el gobernador de Valencia a ir a pasar
en esta población el mes de setiembre con su compañía para poner en escena óperas cómicas en un
teatro construido para ello.
En Valencia no habían visto nunca ópera italiana y Marescalchi confiaba en hacer fortuna.
La Pelliccia, deseando obtener de algún personaje de la corte una carta de recomendación para
aquella comarca y no conociendo ninguno, me preguntó si podía suplicar al embajador de Venecia
que se interesase por ella y pidiese una carta a alguno de sus amigos.
—Le aconsejo —le dije— que la pida usted misma al duque de Arcos.
—¿Quién es ese señor?
—El que la mira a veinte pasos de nosotros.
—¿Pero cómo presentarme?
—Es un gran señor que seguramente se muere de ganas de conocerla y servirla. Vaya a pedirle
este favor ahora; estoy seguro de que lo concederá gustoso.
—No me atrevo. Presénteme.
—No, porque todo se echaría a perder. Ni siquiera ha de sospechar que le he dado este consejo.
Voy a marcharme; luego irá a solicitar del duque el favor que desea.
Habiéndome dirigido hacia la orquesta, volví la cabeza momentos después y vi al duque que se
dirigía hacia la artista.
La cosa está hecha, pensé.
Después de la ópera, la Pelliccia me dijo que tendría la carta el primer día de la ópera.
El duque cumplió su palabra; le entregó una carta para don Diego Valencia, comerciante de la
ciudad de ese nombre.
Como ella no había de ir a Valencia hasta el mes de setiembre y estábamos en mayo, faltaba
aun mucho tiempo para la entrega de la carta. Más adelante veremos lo que contenía.
En Aranjuez yo veía con frecuencia a don Domingo Varnier, camarero del rey, y a otro
camarero del príncipe de Asturias que reina actualmente, y a una camarera de la princesa, hoy reina.
89. Esta princesa adorada había tenido poder como para suprimir una cantidad de etiquetas tan
absurdas como molestas y convertir el tono grave y serio de la corte en algo menos ceremonioso.
Me sorprendía ver a Su M. Católica comer todos los días a las once, como hacían los zapateros
de París en el siglo XVII, comer siempre lo mismo, ir a la caza cada día a la misma hora, y volver
por la noche, con su hermano, extenuado por la fatiga. El rey era muy feo; pero todo es relativo,
pues era buen mozo comparado con su hermano que era horriblemente feo.
Este hermano no viajaba nunca sin una imagen de la Virgen que Mengs le había pintado. Era
un cuadro de dos pies de alto sobre tres y medio de ancho. La Virgen estaba sentada sobre el césped
con los pies descalzos y las piernas cruzadas a lo moro y desnudas hasta las pantorrillas.
El infante estaba enamorado de su Virgen y tomaba por devoción el más criminal de los
sentimientos voluptuosos, pues era imposible que al contemplar aquella imagen no ardiera en uno el
apetito carnal de estrechar en sus brazos la realidad viva.
Sin embargo, el infante no sospechaba aquello y se maravillaba de sentirse enamorado de la
madre del Salvador. Así suelen ser los españoles. Para interesarles las imágenes han de ser
impresionables y no interpretan nada sino en el sentido favorable a la pasión que los domina.
La población de la Sierra Morena me tenía muy ocupado, pues escribía sobre la organización,
artículo principal para el logro de la colonia. Mis escritos, que eran simples esbozos, gustaban
mucho al ministro Grimaldi y complacían a Moncenigo; este último esperaba que, si conseguía
hacerme nombrar gobernador de la colonia, adquiriría realce su embajada y se consolidaría su
influencia diplomática.
Sin embargo, mis trabajos no me impedían divertirme. Frecuentaba los hombres de la corte que
más podrían interiorizarme de los caracteres particulares de los miembros de la familia real. Don
Domingo Varnier, hombre de talento, franco y veraz, era una abundante mina que yo explotaba.
Un día le pregunté si era verdad que el rey quería mucho a Esquilache por haber amado en otro
tiempo a su mujer.
—Es una calumnia —me contestó— originada en la imaginación de los que toman por
verdadero lo que apenas es verosímil. Si el sobrenombre de casto debe atribuirse a un rey por boca
de la verdad y no por la de la educación, Carlos III lo merece quizá más que ninguno de los reyes
que lo han merecido.
"En su vida se ha acercado a ninguna mujer sino a la difunta reina, y aun esto no tanto por
deber de fidelidad conyugal como por deber de cristiano. Evita el pecado por temor de ensuciar su
alma y a fin de evitar la vergüenza de tener que confesar su debilidad al confesor.
"Fuerte, grueso, robusto, con una salud de hierro, dotado de un temperamento muy español, no
pasó un solo día sin rendir a la reina sus deberes de esposo, exceptuando cuando la salud de esta
princesa exigía una tregua. Entonces, para apagar su celo el casto esposo se extenuaba cazando,
absteniéndose de los alimentos irritantes o demasiado nutritivos. Imagine la desesperación de aquel
hombre cuando se encontró viudo, dispuesto a morir mil veces antes que verse sometido a la
humillación de una querida.
"Su recurso fue la caza y un método de emplear el tiempo de tal modo que no le quedaba
tiempo para pensar en las mujeres. La cosa era my difícil, porque no le gusta escribir ni leer; la
90. música no es más que un ruido molesto para su oído y toda conversación algo alegre le inspira
repugnancia.
"He aquí lo que hace y hará hasta la muerte. Se viste a las siete y pasa luego a un tocador donde
lo peinan. A las ocho hace sus oraciones; después oye misa, y concluida ésta, toma su chocolate y
un enorme polvo de rapé que mete y revuelve en sus grandes narices durante unos cuantos minutos;
este rapé es el único que se permite en todo el día.
"De nueve a once trabaja con sus ministros. Viene luego la comida, que dura tres cuartos de
hora; come siempre solo. Luego hace una corta visita a la princesa, y a las doce en punto se mete en
el coche y parte para la caza. A las siete toma un bocado en el sitio donde se encuentra y vuelve a
las ocho tan cansado que se duerme antes de acostarse. De este modo sofoca sus deseos amorosos.
"Es un pobre hombre, mártir voluntario de sí mismo.
"Ha pensado en casarse en segundas nupcias, pero Adelaida de Francia, al ver su retrato, se
espantó, negándose. Tanto le mortificó este rechazo que renunció al matrimonio. Sin embargo,
¡pobre de aquél que le propusiese una amante!"
Hablando de su carácter, don Domingo me dijo que los ministros hacían bien en hacer de él un
personaje inaccesible, porque cuando, por sorpresa, alguien puede acercarse a él y pedirle una
gracia, hace cuestión de honra el no rehusarla jamás, porque le parece que sólo entonces es rey.
—¿Es falsa entonces su reputación de hombre duro?
—Los reyes pocas veces tienen la reputación que merecen. Los más accesibles son casi siempre
los menos generosos; porque, acosados por los importunos, cada vez que ven una cara nueva, lo
primero que se les ocurre es negar lo que van a pedirle.
—Pues si Carlos III es inaccesible, no debe hallarse nunca en el caso de rehusar o conceder
gracias.
—Se le encuentra sólo en la caza, donde generalmente está de buen humor. Su firmeza es su
defecto capital, pues lo que quiere, lo quiere con obstinación, y no le desalientan los imposibles.
Tiene para el infante, su hermano, las mayores consideraciones; no sabe negarle nada, aunque no
abdica de su soberanía. Se cree que le concederá el permiso de contraer un matrimonio de
conciencia; pues teme que se condene, y aunque no le gustan los hijos ilegítimos, el infante tiene ya
tres.
Había en Aranjuez una infinidad de personas que asediaban a los ministros para obtener
empleos.
—Toda esa gente —me decía don Domingo— se volverá sin haber obtenido nada.
—¿Piden lo imposible?
—No piden nada determinado. "¿Qué quiere?" les pregunta el ministro.
—"Lo que Su Excelencia crea que pueda convenirme.
—"¿Pero para qué sirve?"
—"No sé. Vuestra Excelencia puede examinar mis disposiciones y darme el empleo que mejor
pueda desempeñar.
91. —"No tengo tiempo. Márchese".
Lo mismo sucede en todas partes. Carlos III murió loco; la reina de Portugal está loca; el rey de
Inglaterra lo ha estado y hay personas que pretenden que todavía no ha curado totalmente.
Diríase que hay una epidemia real, lo cual no tiene nada de extraño, porque los reyes que
quieren cumplir con su deber se ven en la obligación de trabajar demasiado.
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Fui con Ignacia y la prima suya, a ver una corrida de toros, espectáculo soberbio y bárbaro que
hace las delicias de los españoles. Se ha escrito tanto sobre esas corridas, que no cansaré a mis
lectores haciéndoles una descripción de la que vi. Sólo diré que es una barbarie que ha de perjudicar
a las costumbres de una nación.
Las dos muchachas estaban sentadas en la primera fila de un palco, y yo detrás, en la segunda
fila, algo más alta que la primera. Había ya dos señoras, y lo que me hizo reir fue la casualidad de
que una de ellas era la duquesa de Villadorias. Estaba sentada delante de mí, de modo que su cabeza
estaba casi entre mis pies.
Me conoció y se alegró por la casualidad que hacía que nos encontrásemos en las iglesias y las
diversiones públicas; viendo luego a doña Ignacia que estaba a mi lado, me hizo en francés el elogio
de su hermosura y me preguntó si era mi mujer o mi amante.
Le contesté que era una beldad por la cual suspiraba en vano. Se sonrió ella diciéndome que era
muy incrédula en tal materia y volviéndose hacia la joven le dio varios consejos sobre el amor,
considerándola tan sabia como ella. Terminada la corrida, como el día estaba hermoso, mi bella
propuso que fuésemos al Prado, donde encontramos lo más elegante de Madrid.
Doña Ignacia, colgada de mi brazo parecía orgullosa de pasear conmigo lo que me colmaba de
alegría. De pronto nos encontramos frente a frente con el embajador de Venecia y su favorito
Manucci. Habían llegado de Aranjuez aquel mismo día, pero yo lo ignoraba, después de saludarnos
con toda la cortesía de la educación española, el embajador me felicitó por la belleza de mi
compañera. Doña Ignacia simuló no entenderlo, pero me apretó el brazo con esa delicadeza
imperceptible que tan bien conocen las españolas.
Después de haber dado un corto paseo con nosotros, el señor de Moncenigo me dijo que
esperaba que le daría el gusto de ir a comer con él al día siguiente y después de haberle contestado
con una inclinación de cabeza a la francesa, nos separamos.
Al anochecer, después de haber tomado helados, regresamos a casa, y en el camino ciertos
apretones de brazo me indicaron un cambio de actitud en Ignacia: pensé que me aguardaba la
felicidad.
Encontramos al padre en el balcón. Después de haberme saludado afectuosamente, felicitó a la
hija por su buen humor y por la alegría que mostraba, sin duda proporcionada por un caballero tan
galante como yo.
Se quedó a comer con nosotros a mi pedido, y nos divirtió con cien anécdotas e historietas en
las que desplegaba su ingenio. Pero de pronto el hombre me dijo antes de marcharse: amigo señor
don Giacomo lo dejo para que disfrute de la frescura de la noche en el balcón con mi hija. Mucho
92. celebro que la ame y le aseguro que sólo de usted dependerá ser mi yerno, cuando me haya puesto
en antecedentes de poder decirle que estoy seguro de su nobleza.
Yo disimulé una sonrisa, y cuando hubo partido le dije a su hija:
—Si esto fuese posible, tendría asegurada mi felicidad, encantadora amiga mía; pero tienes que
saber que en mi país sólo se llaman nobles a aquellos que tienen derecho a gobernar el Estado por
nacimiento. Sería noble si hubiese nacido en España; pero no lo soy y tal como soy te adoro y
espero que me hagas feliz.
—Sí amigo mío; enteramente feliz, pero yo quiero serlo contigo: ni una sola infidelidad.
—Palabra de honor, ni una sola.
—Ven, pues, corazón mío; cerremos el balcón.
—No; apaguemos las luces y quedémonos aquí un cuarto de hora. Pero dime, ¿a qué debo esta
dicha que no me atrevía a esperar?
—Si dicha es, la debes a una tiranía que quería desesperarme. Dios es bueno, y no quiere, estoy
segura, que yo sea mi propio verdugo. Cuando dije a mi confesor que me era imposible dejar de
amarte, cómo me era imposible no cometer contigo ningún exceso de amor, me dijo que no podía
tener esta confianza en mí, puesto que ya me había encontrado débil. Entonces quiso que le
prometiese no volver a encontrarme contigo. "No os lo puedo prometer", le dije. Entonces se negó a
darme la absolución.
"Sufrí esta afrenta por primera vez en mi vida, pero la soporté con una fuerza de ánimo que yo
no hubiera sospechado en mí, y echándome en brazos de Dios, dije: Señor, hágase vuestra voluntad.
"Mientras oía misa tomé mi resolución, y mientras me ames, seré exclusivamente tuya. Cuando
te vayas de España, por mi desdicha, buscaré otro confesor. Lo que me consuela es que mi
conciencia está tranquila. Mi prima, a quien se lo conté todo, no vuelve de su sorpresa; pero es corta
de alcances. No sabe que mi pasión por ti no es más que el extravío de un momento.
Después de estas palabras, que hubieran destruido todos mis escrúpulos, si los hubiese tenido,
la conduje a mi cuarto, y por la mañana, cuando la dejé, estaba más enamorado que nunca.
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Una indiscreción que cometí y de la cual me acuso y aún me arrepiento, cambió de pronto mi
situación. Dije a un aventurero liejano, llamado el barón de Fraiture, que Manucci usaba títulos y
condición falsos.
El barón vendió el secreto a Manucci, y esto bastó para que mi mayor amigo se convirtiese en
mi enemigo más implacable. Inmediatamente me fueron cerradas las puertas de muchas casas donde
era recibido el embajador de Venecia.
— ¿Qué ha hecho a su embajador? —me preguntó el conde de Aranda en una entrevista a la
que acudí cuando me llamó.
—Directamente nada, pero con una torpeza inexcusable herí el amor propio de su amigo
Manucci. Hice una confidencia indiscreta, sin intención de perjudicarle, a un infeliz que ha
cometido la deslealtad de vendérsela por cien pistolas. Manucci, irritado, ha lanzado contra mí al
hombre que lo idolatra y de quien él hace lo que quiere.
93. —Ha hecho mal, pero lo hecho hecho está. Siento que lo haya perjudicado con esa
imprudencia, porque ya no puede esperar que su proyecto se realice. Al tratar de ubicarlo, el rey
pediría informes al embajador de Venecia.
—Lo comprendo; ¿pero debo partir?
—No. Puede quedarse en Madrid, viviendo como hasta aquí, sin obtener nada.
Esta desgracia y el agotamiento de mis recursos me hicieron tomar la resolución de irme de
Madrid. Pasé mis últimos días, con Ignacia, deliciosas horas de placer, pero envenenado por la pena
de la inmediata separación.